En el fragor de la convulsión social y política que se vive en estos días es difícil mantener la cabeza fría. Para quienes de pronto se sienten abrumados por la responsabilidad que tienen entre manos, la tentación a ceder a la única de las demandas de los sectores más violentos de las asonadas que no supondría hollar el terreno de la abierta inconstitucionalidad –es decir, la de la renuncia de Dina Boluarte a la presidencia– debe ser grande, pero no hace falta tener atributos de profeta para saber que aquello solo nos sumiría en un caos mayor que el que ya existe.
Como se sabe, en una circunstancia como la exigida, quien tendría que asumir la presidencia y convocar elecciones inmediatas sería el presidente del Congreso: un cargo que en la actualidad ostenta José Williams, parlamentario de Avanza País. Y la presencia en la jefatura del Estado de un general en situación de retiro proveniente del sector político al que más enfrentados están elevaría sin duda el encrespamiento de los radicales. Se ha sugerido que, de manera previa a la hipotética renuncia de Boluarte, tendría que producirse un cambio en la Mesa Directiva que permita colocar al frente del Ejecutivo a un legislador o legisladora de un signo político distinto al de Williams, pero es evidente que, dada la correlación de fuerzas en el pleno, eso no resulta factible. Y para muchos otros, tampoco deseable.
La señora Boluarte, además, ocupa el sillón presidencial en acatamiento de lo que la Constitución vigente señala en una circunstancia como la presente. Ella postuló como vicepresidenta en la fórmula de la opción que obtuvo la victoria en los comicios del 2021 y, por lo tanto, era quien debía suceder a Pedro Castillo tras su destitución por la vía de la vacancia. Su legitimidad descansa en el voto popular, y las ánforas expresan siempre una opinión más exacta que aquella que se estima al ojo cuando hay grita y revuelta en las calles. Es verdad que el descrédito que afecta en este momento a las autoridades de todo orden parece recomendar que se adelante el recambio de las mismas, pero igualmente cierto es que eso no puede sacarse adelante a tontas y a locas, solo para satisfacer a quienes quieren imponer su agenda maximalista incluso a fuerza de apedreos, saqueos e incendios.
El adelanto electoral es seguramente conveniente, pero de ninguna manera se puede proceder a él sin hacer un mínimo de reformas indispensables para romper el círculo que nos ha llevado durante los últimos lustros a elegir presidentes y congresistas con los que pronto estamos irritados y cuya remoción se nos hace repentinamente impostergable. Y para hacer posible que esas reformas sean aprobadas en el Congreso se requiere de tiempo; máxime cuando varias de ellas entrañan modificaciones del texto constitucional y, en consecuencia, necesitan ser votadas dos veces y en dos legislaturas distintas. Nada de eso, desde luego, será posible si el poder legítimamente constituido se rinde. Esto es, si la señora Boluarte renuncia.
Afortunadamente, hay dentro de la actual administración quienes dan la impresión de haberlo comprendido. Para empezar, la propia presidenta, que días atrás descartó tajantemente que tuviera intenciones de hacerlo. Y, en segundo término, el presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, quien este fin de semana, en declaraciones a la prensa, enunció nítidamente la razón por la que la mandataria no dejará el puesto antes del 28 de julio del 2024. “Por un sentido de responsabilidad histórica, [pues] la renuncia de la señora Boluarte significaría abrir las compuertas de la anarquía, que es lo que quiere este pequeño grupo organizado de violentistas”, sentenció.
Una firmeza ejemplar que ojalá no flaquee ante las previsibles nuevas arremetidas de los que están empeñados en acabar con nuestra maltrecha democracia.