El Perú vive en estos momentos un trance de turbulencia violenta en el que el desconcierto de la población ante las respuestas de las autoridades a sus causas y consecuencias no es un ingrediente para subestimar. La causa principal, no lo olvidemos, es el golpe de Estado –felizmente de corta duración– que el expresidente Pedro Castillo puso en marcha el 7 de diciembre. Es cierto que lo asistieron en ese empeño infame algunos de sus entonces ministros y asesores, pero eso no debe servir de pretexto para eximirlo de la responsabilidad central que le toca en ese delito.
Las consecuencias de la escalada de sangre y destrucción desatada por quienes no están conformes con la restitución del orden constitucional, por otra parte, no pueden ser la imposición de su agenda política e ideológica a los millones de peruanos que la rechazan.
Lo que se esperaría del gobierno encabezado por Dina Boluarte, por lo tanto, es una posición clara y tajante frente a esas dos circunstancias; y, sin embargo, no ha sido eso lo que hemos obtenido hasta hoy. En estos días, ella nos ha dispensado, más bien, un ‘mix’ de demoras, despropósitos y ambigüedades que solo ha contribuido al clima de incertidumbre que impera en el país.
Ha existido, para empezar, una demora en restaurar el orden en todo el territorio nacional. ¿No fue, por otro lado, un despropósito de la actual presidenta anunciar al momento de jurar el cargo que gobernaría hasta el 2026? Sabiendo que existía una gran controversia sobre el tema, no hacía falta, en realidad, que dijera nada al respecto. Una elemental dosis de prudencia en este asunto le habría ahorrado las continuas correcciones que ha hecho a ese plan en solo una semana. Como se sabe, tras haber anunciado en las primeras horas del lunes su proyecto para celebrar elecciones generales en abril del 2024, ayer planteó que tales comicios tuvieran lugar en diciembre del 2023… y con ello seguramente alimentó la fantasías de los violentistas, persuadidos de que, mientras más violentos sean en su arrebato de agresión y destrozo, más concesiones conseguirán de su parte.
De igual manera, a estas alturas es innegable que no se percibe en Pedro Angulo el liderazgo y la presencia política que una situación como esta demanda en el cargo de presidente del Consejo de Ministros.
En lo que concierne a las ambigüedades, finalmente, es pasmoso el festival de salvavidas que la mandataria intentó arrojarle al golpista Pedro Castillo en las declaraciones que prestó dos días atrás a TV Perú. Mientras la campaña de quienes buscan presentar al frustrado dictador como la víctima de una conspiración de su entorno estaba en su plena ebullición, la jefa del Estado no tuvo mejor idea que salir a aseverar que estaba consternada por su detención y que lo había acompañado hasta donde pudo para que no cometiera “errores”. “Lo acorralaron entre seis personas”, añadió en alusión a, entre otros, los exministros Roberto Sánchez, Félix Chero o Betssy Chávez, y abonando la tesis absurda de que la conspiración contra la democracia fue culpa de otros. Una postura que luego reforzó al afirmar: “No creo que esas palabras que están saliendo en el Twitter del presidente sean de él”.
No contenta con la coartada que había intentado formular para el hecho de que la hubiera acusado de “usurpadora”, la presidenta, además, proclamó: “Yo no me he peleado con él, nunca nos hemos peleado”.
Pues bien, si hasta el momento no había marcado distancias frente al protagonista de tantos actos de corrupción, hostilizaciones a la prensa y, sobre todo, atentados contra la Constitución que nos gobernó hasta la semana pasada, ahora es imprescindible que lo haga para que sepamos de qué lado está en esta coyuntura crucial para nuestra democracia. Basta de demoras, despropósitos y ambigüedades. El país requiere en esta hora grave un liderazgo firme y claro.