En una semana en la que hemos asistido –sin pausa– a la detención de los hombres de confianza de Pedro Castillo por graves cargos penales, la presentación de una denuncia constitucional de la fiscal de la Nación contra el presidente y las revelaciones de un nuevo colaborador eficaz sobre los intentos de la cúpula del Gobierno por desaparecer pruebas y asegurarse el apoyo de un grupo de congresistas ‘aniñados’, un hecho ha pasado relativamente desapercibido. El último martes, el Segundo Juzgado Constitucional de Lima falló a favor del exprocurador Daniel Soria y ordenó que sea restituido en la Procuraduría General del Estado (PGE), de donde había sido depuesto groseramente por el Gobierno en un acto que tuvo todo el cariz de un ajuste de cuentas.
El hecho, a pesar de no haber levantado el revuelo que ameritaría, es sintomático por varios aspectos. El primero de todos es bastante simple: porque demuestra lo que desde este Diario hemos venido sosteniendo a tenor de lo que eminentes expertos en la materia han señalado también respecto de la destitución de Soria el 1 de febrero pasado: que esta no fue sino una represalia del Gobierno contra un funcionario que había tenido la ‘osadía’ de denunciar al presidente ante la entonces fiscal de la Nación, Zoraida Ávalos.
La sala judicial, en efecto, ha recordado que “el cargo de procurador general del Estado no está propiamente catalogado como un cargo de confianza”, que este se extiende por un plazo de cinco años y que, para ser removido antes de cumplir dicho lapso, “existen causales previstas por ley, las cuales, en el presente caso, no se aprecia [que] hayan sido desarrolladas en la resolución suprema” que ordenó el despido de Soria.
Es importante recordar que, si bien el Ejecutivo preparó toda una puesta en escena para allanar el camino hacia la destitución de Soria (que comenzó con el abogado personal del presidente, Eduardo Pachas, pidiendo que se revisase su nombramiento y culminó con un cuestionable informe de la Oficina de Control Institucional del Ministerio de Justicia dándole la razón al letrado), en la resolución suprema en la que se dio por concluida su designación se menciona una supuesta causal de “pérdida de confianza” que en este caso sencillamente no procedía. Por lo que la decisión fue desde un inicio un abuso del Ejecutivo hacia un funcionario incómodo para sus intereses.
El fallo, además, le añade otra raya al tigre de las derrotas del Gobierno en el campo judicial, donde el mandatario y su equipo legal vienen sufriendo un revés detrás de otro en sus intentos por obstaculizar las investigaciones contra el jefe del Estado y su círculo más cercano. Lo que habla de una saludable independencia de poderes que en momentos en los que las sombras de la corrupción se yerguen sobre Palacio resulta clave.
Finalmente, esta decisión demuestra que tanto Castillo como su entonces ministro de Justicia y hoy presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, promovieron un atropello contra Soria, vulnerando el debido proceso y la legislación vigente. Este solo hecho debería motivar que el Congreso censure a Torres, pues no se puede mantener en tal alto cargo a un funcionario que avala con tanta facilidad una tropelía como la que ahora el Poder Judicial acertadamente ha corregido.
En el Gobierno, increíblemente, han tratado de minimizar el asunto y el propio Torres ha aseverado que repondrán a Soria en el cargo… pero solo cuando exista una “sentencia definitiva” al respecto. Sin embargo, ya varios expertos y hasta la propia Defensoría del Pueblo han instado al Ejecutivo a cumplir con la orden judicial.
La remoción de Soria fue una de las primeras advertencias sobre los límites que este gobierno estaba dispuesto a transgredir para castigar a todos aquellos que pusieran el ojo sobre sus pliegues. El fallo de esta semana es importante porque ratifica que el episodio fue un atropello del Ejecutivo y así debe ser recordado por siempre.