El diálogo entre el Gobierno de turno y las diversas bancadas que conforman el Congreso tiene siempre buena prensa. Da la idea de apertura, de vocación por escuchar a grandes y chicos, y de disposición a poner los intereses del país por encima de las banderías. Por eso, casi todos los sectores políticos se avienen a él una y otra vez.
De hecho, convocarlo es prácticamente un rito cada vez que se inaugura un nuevo gobierno o un presidente del Consejo de Ministros se estrena en el cargo. Pero la historia enseña también que, invariablemente, tal rito se agota en la forma. Es decir, que, en la improbable eventualidad de que en tales reuniones se llegue a acuerdos concretos, estos difícilmente acaban materializándose. Al parecer, el estímulo general para sacar adelante iniciativas cuyo mérito finalmente recaerá en unos más que en otros es muy débil o casi inexistente.
Ayer, precisamente, el Ejecutivo ha iniciado una ronda de conversaciones con los futuros equipos parlamentarios que, si bien presenta algunas particularidades que lo distinguen del acto ceremonial al que nos referíamos al principio, corre el riesgo de terminar con la habitual escasez de frutos por la razón señalada.
Las diferencias de esta experiencia con las anteriores son dos: por un lado, no estamos ante un nuevo gobierno o un cambio de primer ministro, sino ante un nuevo Parlamento. Y por otro, quien representa al Ejecutivo en las citas es el presidente de la República y no el primer ministro. ¿Podría esa combinación de elementos inéditos darle al ejercicio una gravitación distinta a la acostumbrada? Es posible, pero para que ello ocurra tendría que cumplirse la condición que sugeríamos antes: que nadie aparezca como imponiendo su agenda a los demás, porque eso inmediatamente provocará que los otros sectores “hagan el muertito” a fin de evitar la capitalización política ajena.
En tal sentido, no parecen acertadas las declaraciones del presidente Vizcarra sobre los posibles cambios a la inmunidad parlamentaria publicadas el fin de semana. “Tal como está ahora, la inmunidad simple y llanamente no se puede aplicar. Tiene que corregirse para que sea otra instancia y no sea el propio Congreso el que levante la restricción”, sentenció el mandatario. Y lo más probable es que sus palabras hayan sido percibidas como una instrucción antes que como una opinión.
El problema no radica en las nuevas características propuestas para la inmunidad (eso puede y debe discutirse), sino en el tono imperativo en que el mensaje fue modulado. Las eventuales modificaciones a la inmunidad son, como se sabe, potestad del Legislativo y marcarles la pauta al respecto a sus nuevos integrantes cuando ni siquiera se han acomodado sobre sus escaños tiene algo de atropello.
En lo inmediato, seguramente la mayoría de bancadas asentirá y quizás hasta se allane a la apremiante demanda (ya sea porque el punto coincide con sus propias ofertas electorales o porque quiere distinguirse de la representación nacional disuelta). Pero en el mediano plazo, la reacción puede ser adversa. Y los asuntos a debatir sobre los cuales convendría una efectiva colaboración entre los dos poderes del Estado que nos ocupan son numerosos.
El Gobierno tiene, por cierto, todo el derecho a expresar su punto de vista sobre las materias que deliberará a partir de su instalación el próximo Congreso. Pero si quería tener una participación directa en la discusión y la votación en el hemiciclo y las comisiones, debió haber presentado una lista a las elecciones del 26 de enero. No lo hizo, por las razones que fuese, y ahora le toca respetar los fueros de quienes están llamados a ejercer un contrapeso frente a sus actos administrativos. Ese es el protocolo que deberá cumplir si pretende que, por una vez, la estacional ronda de diálogos vaya más allá del rito.