Ayer, la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, decidió ‘descongelar’ la investigación que su predecesora, Zoraida Ávalos, había abierto en contra del presidente Pedro Castillo por el caso conocido como ‘Petro-Perú’ en enero pasado, pero que inmediatamente había resuelto suspender hasta que este terminara su mandato.
Con esta, suman ya cinco las investigaciones que Castillo enfrenta en el Ministerio Público a poco menos de cumplir un año en el cargo. Tres de ellas, relacionadas con presuntos actos de corrupción, otra más por encubrimiento personal y una última por el vergonzoso caso del plagio detectado en su tesis de maestría. Si ya tener a un jefe del Estado bajo la lupa de la fiscalía constituía un hecho inédito en la historia reciente de nuestro país, tenerlo bajo cinco investigaciones al mismo tiempo representa una deshonra para la investidura presidencial.
En todos los casos, además, los indicios de que el presidente Castillo habría cometido los delitos que se le imputan son bastante sugerentes. Esta situación, como es evidente, resulta insostenible. Primero, porque pone en entredicho la catadura moral del primer funcionario de la nación; segundo, porque de aquí en adelante el mandatario tendrá que batallar en tantos frentes penales en simultáneo que muy probablemente la que debiera ser su función principal –esto es, la conducción del país– quedará relegada, y tercero, porque el riesgo de que el investigado instrumentalice el aparato estatal para protegerse a sí mismo y a los suyos es insoslayable (y muestras de esto último, hay muchas).
Para colmo de males, en dos de estas cinco carpetas la fiscalía sostiene que el presidente habría integrado presuntas organizaciones criminales en condición de líder. La primera, cuyo objetivo habría sido el de favorecer a algunos privados en licitaciones a cargo del Estado (principalmente, en el sector Transportes, cuyo extitular Juan Silva se encuentra prófugo desde mediados de junio). Y la segunda, para beneficiar a ciertos postulantes en los procesos de ascensos en las Fuerzas Armadas y en la policía (con miras, podemos sospechar, a garantizarse el control de estas instituciones o al menos a colocar en estas a algunos mandos que se hallen en deuda con el Ejecutivo).
En ambos casos, además, se encuentra involucrado el ex secretario general de la presidencia y amigo del mandatario, Bruno Pacheco, al que las autoridades le encontraron US$20.000 en su despacho de Palacio durante una diligencia fiscal el año pasado. Pacheco, como sabemos, se halla en la clandestinidad desde hace casi cuatro meses junto con uno de los sobrinos del mandatario, Fray Vásquez Castillo. Ellos y Silva han pasado a ser conocidos como los prófugos del Gobierno.
Con el correr de los meses, además, no solo se ha ido engrosando la lista de fugados del régimen, sino también la de las personas que estuvieron en su momento cerca o dentro de él y que hoy denuncian sin ambages la existencia de corrupción en su interior. Si a ello le añadimos los casos de familiares y allegados del presidente inmersos en sus propios periplos fiscales, el cuadro final es desolador.
Dicho sea de paso, conviene destacar el papel de la actual titular del Ministerio Público, pues es evidente que bajo otro liderazgo en la institución ninguna de estas pesquisas contra el mandatario se habría activado (y solo se lo estaría investigando por el bochornoso caso de su tesis copiada). También, el rol que viene desempeñando el Poder Judicial, que hasta el momento ha resuelto con apego a la lógica y a la exigencia que demanda el momento crítico que atraviesa el país todos los intentos urdidos por el presidente y su defensa legal para empantanar las investigaciones en su contra.
Lamentablemente, no se puede decir lo mismo del Congreso, que hasta ahora parece contemplar –más allá de algunos pequeños gestos sin mayor trascendencia– impertérrito cómo el presidente del país se empapela de investigaciones fiscales como si fueran cualquier cosa.