El Perú arde. Hasta ayer, los incendios forestales habían dejado al menos 16 fallecidos, 155 heridos, alrededor de 5.000 animales afectados y miles de hectáreas de bosques destruidos por el fuego. La situación ha llegado a tal magnitud que, en ciudades como Pucallpa (Ucayali), donde los ciudadanos respiran humo, los vuelos se tuvieron que suspender por precaución debido a la poca visibilidad. No es la primera vez que esto ocurre. El último sábado, en Áncash, una aeronave comercial no pudo aterrizar en dos ocasiones y tuvo que regresar a Lima.
Por ello, ocho regiones han pedido que el Gobierno decrete el estado de emergencia, argumentando que el fuego ha sobrepasado sus capacidades operativas. Desde el Ejecutivo, el presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, ha asegurado que “aún no tenemos razones tan críticas que justifiquen” esta medida. Sus palabras, sin embargo, parecen darse de bruces contra una realidad que solo da muestras de agravarse a diario. Y, más allá de ello, queda la sensación de que nuevamente el Gobierno está respondiendo a una emergencia cuando esta ya se salió de control, tal y como le ha ocurrido en los últimos dos años con el dengue.
Porque los incendios forestales, por supuesto, no comenzaron esta semana. Al menos desde agosto este Diario ha venido informando sobre el incremento de fuegos en las regiones y la poca atención que las autoridades le venían dando al tema. Y en julio, el Senamhi ya había alertado que ocho regiones del Perú –Huancavelica, Ayacucho, Apurímac, Cusco, Arequipa, Moquegua, Tacna y Puno– presentaban condiciones atmosféricas que podían favorecer la ocurrencia y la propagación de incendios forestales que, como se sabe, suelen desencadenarse por la quema de tierras por parte de los agricultores para el cultivo –y a veces también por otras actividades informales e ilegales–, pero que se agravan con las condiciones ambientales de los últimos años (principalmente, por la falta de lluvias y el aumento de la temperatura).
Los incendios forestales ocurren prácticamente todos los años (recordemos que el año pasado uno arrasó varias hectáreas en el distrito de Machu Picchu y desató la preocupación por la posibilidad de que afectara alguna zona arqueológica). Que no se haya tomado precauciones para atajarlos sino hasta que nuestras autoridades vieron venir las llamas revela, en el mejor de los casos, incapacidad y, en el peor, indolencia. Ojalá que la cautela que ha mostrado el Ejecutivo hasta ahora en su reacción no termine siendo un error de cálculo fatal.