Un reciente episodio de desinformación y manipulación noticiosa por parte de un medio local en torno a la vacuna de Sinopharm aplicada en nuestro país levantó hace poco una ola de indignación en la opinión pública de la que en esta página nos hicimos eco. El tema, en efecto, nos parecía –y nos sigue pareciendo– muy delicado como para que, en la busca de estridencia, se lo abordara con datos fragmentarios e interpretados sesgadamente y así lo dijimos.
El remedio que un problema así requiere, sin embargo, no puede ser peor que la enfermedad. Y la supuesta solución que la aspirante presidencial Verónika Mendoza ha planteado en estos días al respecto se ajusta precisamente a esa descripción. En una entrevista concedida a RPP –y en el sugestivo contexto de una respuesta sobre las agresiones a la prensa de parte de los gobiernos de Rafael Correa en Ecuador y Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela– la candidata de Juntos por el Perú (JPP) declaró que ella cree en la eventual conveniencia de ponerle frenos a la libertad de expresión. “Vamos a defenderla a rajatabla, pero cuando se pone en riesgo la salud, sí hay que poner límites”, sentenció. Y cuando su entrevistadora le observó lo peligroso que resultaría que el Estado se entrometiese en lo que puede o no divulgar un medio cuando considera ese contenido peligroso para la población, insistió con el argumento.
Se trata, aclarémoslo desde ya, de una propuesta que en cualquier caso nos parece temeraria e inaceptable. Pero en boca de la señora Mendoza adquiere ribetes particularmente inquietantes, porque no hace sino confirmar los temores de su sintonía con la disposición totalitaria de los regímenes latinoamericanos ya mencionados. En las dictaduras de izquierda o derecha, como se sabe, las excusas habituales para caer sobre la prensa incómoda son siempre que presentan información tendenciosa que perturba la paz social o subvierte los intentos del Gobierno por traerle bienestar a la gente. Y lo que propone la postulante de JPP no es esencialmente distinto. ¿Quién decide cuándo una determinada información “pone en riesgo la salud de las personas”? ¿Una entidad estatal que depende del poder político? ¿Y el riesgo que legitimaría la intervención sería solo referido a la salud física o comprendería también la mental? Porque en este último caso, estaríamos ya merodeando la pesadilla orwelliana.
¿De qué tipo serían, por otro lado, los “límites” o “frenos” que se les impondrían a los medios que incurriesen en la presunta falta? ¿Censura previa? ¿Sanciones posteriores? ¿Multas? ¿Clausuras? Una vez embarcados en esa deriva tiránica, lo único que no tiene límites es la facultad de establecerlos…
Nadie sugiere, por supuesto, que el ejercicio periodístico, cuando sea descaminado o atropelle el derecho de terceros, esté exento de consecuencias. No por gusto la difamación, la injuria y la calumnia tienen ya castigos establecidos. La pérdida de lectores o televidentes, además, es siempre la peor de las penas que puede caer sobre un medio.
El afán que traslucen las declaraciones de la señora Mendoza, no obstante, va por otro lado. Y hace pensar en su insistencia en cambiar la Constitución para extender el campo de acción del Estado: una pretensión que ignora la razón de ser de los textos constitucionales desde los tiempos de la Carta Magna. Tales documentos se crearon, como se sabe, para limitar el poder de los gobernantes y evitar así sus abusos. Abusos como el de decirles a los medios de expresión qué es lo que pueden decir y qué no.
Permanezcamos alertas ante las amenazas de mordaza o contra cualquier otra de las libertades fundamentales en los discursos de los aspirantes presidenciales, porque aquello que no denunciamos cuando lo anticiparon como candidatos ya no podremos atajarlo cuando sean gobernantes.
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