
En febrero de este año, el expresidente Martín Vizcarra hizo unas declaraciones sorpresivas al diario “La República”. A propósito del golpe de Estado de Pedro Castillo y del proceso judicial que, en consecuencia, se sigue en su contra, Vizcarra afirmó que este fue vacado de la presidencia por el Congreso “sin darle el derecho de defensa”. Según el exgobernador de Moquegua, Castillo dio apenas un sencillo “mensaje golpista” por el que no debería estar en la cárcel. Deslizó incluso la posibilidad de indultarlo si tuviera la oportunidad. Un giro inesperado en su discurso, considerando que en el 2022 el expresidente había condenado ese acto.
Las justificaciones y malabares conceptuales de Vizcarra para defender a Castillo son, por supuesto, ridículas, pero en vista de lo sucedido esta semana en el Congreso, no por eso hechas en balde. Vizcarra se salvó de una inhabilitación política que parecía segura cuando diversos parlamentarios de las bancadas de izquierda –cercanas a Castillo– votaron en contra o en abstención en el momento crítico.
Congresistas de Juntos por el Perú-Voces del Pueblo, Bancada Socialista y Bloque Democrático sellaron lo que parece una alianza implícita entre ambos exmandatarios. En otra coincidencia y vaso comunicante, Alejandro Salas, uno de los ministros de Castillo que fungió de su acérrimo defensor político durante su mandato, es hoy vocero y hombre de confianza de Vizcarra. Con miras al próximo proceso electoral de abril del 2026, no debería ser ya demasiado sorprendente que las ambiciones políticas de uno y otro lado los puedan llevar a mirarse con aún mayor simpatía. Para un gobernador regional que llegó a la política nacional en la plancha del expresidente Pedro Pablo Kuczynski, el giro a cercanías políticas del extremo izquierdo demuestra la flexibilidad de sus convicciones.
Pero sería injusto desconocer que, a pesar de sus notables diferencias, ambos presidentes guardan también más de una similitud. Sus pasos por el poder fueron marcados por el engaño y el afán por la polarización para ganar réditos políticos antes que por encontrar consensos. Sin importar las notables evidencias en su contra, los dos intentan construir narrativas que los victimicen y responsabilizan a sus enemigos políticos de sus líos judiciales. Lejos de ser hombres de Estado que lideran y convencen sobre una visión de país que hay que seguir, apelan a los populismos más maniqueos e historias falsas en búsqueda de cosechar algunos puntos extra de popularidad. Castillo y Vizcarra no son iguales, pero sí que han encontrado espacios para conversar distendidamente.

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