Editorial El Comercio

Hoy en día ningún economista serio puede poner en duda que la serie de privatizaciones que se iniciaron en la década de los noventa fueron beneficiosas para el país en general. El dejó de perder ingentes recursos todos los años en empresas públicas quebradas, tuvo una inyección de capital por las ventas, cerró espacios de corrupción y, más importante aún, abrió la cancha para que capitales privados puedan entrar en diferentes sectores (desde la aviación hasta la provisión de servicios públicos) para ofrecer mejores alternativas a los consumidores.

Si ese fue el resultado, no queda del todo claro por qué continuar con concesiones o privatizaciones modernas no está en la agenda de ningún o Congreso. Ayer, el Instituto Peruano de Economía (IPE) publicó en este Diario un informe en el que alertaba sobre el gigantesco déficit de las empresas públicas aún vigentes. El resultado económico acumulado de compañías como, , empresas eléctricas, entre otras, sumó una cifra negativa de más de S/12.000 millones en la última década.

Como destaca el informe, la reciente secuencia de noticias sobre la gestión de estas compañías debería llamar a la reflexión. Pistas de aterrizaje con profundas deficiencias en una serie de aeropuertos, gestionadas por ; incrementos en tarifas de agua para parchar parcialmente administraciones ineficientes de las EPS; reconocimiento de la insostenibilidad de Essalud por su presidenta; huecos financieros nuevos que aparecen una semana sí y otra también en Petro-Perú. La lista es larga.

Si bien es cierto que el tamaño de resultado económico negativo no es de dimensiones similares al de la década de los ochenta (cuando llegaba al 5% del PBI), los problemas de fondo son los mismos. La alta rotación de personal directivo y gerencial –en parte por el juego político dentro de las instituciones– hace imposible mantener líneas coherentes en el tiempo. En Sedapal y en Petro-Perú, por ejemplo, el gerente general dura menos de un año, en promedio. Algunas, como Essalud, sobreviven porque tienen un monopolio legal que les garantiza ingresos, independientemente de si operan bien o mal. Otras, como Petro-Perú, se mantienen vigentes porque tienen la garantía implícita del Tesoro Peruano (es decir, de los impuestos de todos los peruanos) detrás.

Si no se quiere tomar pasos más firmes para inyectar progresivamente de capital privado con la expectativa sobre todo de lograr mejor gestión, por lo menos se deben poner reflectores sobre los responsables. El nuevo directorio de Petro-Perú –como mencionamos días atrás en este Diario– está dando pasos en la dirección correcta, con un ajuste serio de cinturón y señales que dan credibilidad, pero en la implementación de sus decisiones está el verdadero reto. Otras empresas públicas mantienen la misma indolencia desde hace años.

La conclusión necesaria es que el Estado Peruano no existe para cumplir un rol empresarial. No tiene las competencias para hacerlo, ni los incentivos. Se ha demostrado repetidas veces en las últimas décadas. Enfocar sus esfuerzos en los roles que sí le competen –justicia, seguridad, educación, competitividad, etc.– y dejar que los privados corran con el capital y el riesgo de los emprendimientos es la manera de crear un ecosistema económico saludable. Este error lo hemos cometido ya demasiadas veces. Pero nada hace pensar, hasta ahora, que hayamos extraído las lecciones obvias.

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