Casi no hay aspecto de la sociedad que la aparición del COVID-19 haya dejado indemne. En un país que venía con una institucionalidad ya debilitada, las estructuras políticas, económicas y sociales se tensaron al máximo desde marzo del 2020 y, en más de una ocasión, se rompieron. Así, y como sucede en casi todas las crisis profundas, los más perjudicados fueron los más vulnerables. No solo por la falta de acceso a servicios de salud básicos durante la pandemia, sino también por la pérdida de ingresos.
Según reveló esta semana el INEI, el gasto mensual promedio por persona cayó de S/802 en el 2019 a S/673 en el 2020, cifra equivalente a la del 2009. En ese sentido, la pobreza monetaria alcanzó al 30,1% de la población peruana, 9,9 puntos porcentuales por encima del dato registrado el año anterior, un aumento superior al que se había previsto. Como era previsible, el incremento en la tasa de pobreza monetaria fue más pronunciado en las zonas urbanas, donde subió 11,4 puntos porcentuales hasta llegar a 26%, pero la prevalencia de la pobreza sigue siendo en promedio más alta en zonas rurales (45,7%). Cabe resaltar que en Lima Metropolitana y el Callao la incidencia de la pobreza pasó de 14,2% a 27,5%, lo que coloca a la capital como la tercera región con el mayor deterioro luego de Tumbes y Pasco. Antes de la pandemia, uno de cada siete limeños era pobre; hoy lo es uno de cada cuatro.
Los números nacionales regresan los indicadores de pobreza a porcentajes cercanos a los que había en el 2010. Esto no tenía necesariamente que ser así. A estas alturas queda claro que el Perú no solo tuvo un pésimo manejo sanitario de la pandemia por parte del gobierno de Martín Vizcarra, sino que la gestión económica también fue deficiente durante el año pasado. Ningún otro país de la región experimentó la contracción del PBI que tuvo el Perú en el segundo trimestre. Sin embargo, el rebote económico reciente –con un primer trimestre del 2021 mejor que el esperado– y la estructura productiva forjada en los últimos años anticipan que debería tomar mucho menos de una década volver a las cifras de gasto promedio y pobreza del 2019.
Pero esto no vendrá sin esfuerzo. La expansión de los programas sociales de alivio a la pobreza, los empleos temporales con dinero público, los desahorros de los saldos acumulados en las cuentas de CTS y AFP, así como cualquier intento adicional de entregar más bonos a la población vulnerable tendrán un efecto limitado. Estas son las salidas fáciles –y en ocasiones parcialmente justificadas por la magnitud de la crisis–, pero insuficientes.
En realidad, lo que explica la mayor parte de la reducción de la pobreza de las últimas décadas son los mejores ingresos de las familias a partir de empleos más productivos y mejor remunerados. En este punto, la promoción de la inversión privada descentralizada –grande y chica– es indispensable. Lo que funcionó de manera comprobada en años anteriores debe ser mejorado y profundizado. En ese sentido, planteamientos como los hechos por Perú Libre durante esta elección, donde el estatismo más anacrónico se promete como solución, deben ser vistos con escepticismo y preocupación por los ciudadanos. Lo que ayer nos sometió a la miseria solo causará lo mismo mañana.
Hacia adelante, el Perú requiere no solo recuperar rápido los índices de pobreza anteriores, sino continuar reduciéndolos con un ensanchamiento efectivo de la clase media. En parte, esto pasa por un pacto social que permita generar empleo formal y productivo a una velocidad mucho mayor que la que el país experimentó desde el 2014, con respeto a los derechos de los trabajadores y condiciones adecuadas de inversión. Hoy más que nunca, el Perú necesita una ruta estable de crecimiento. Millones de nuevas familias vulnerables lo demandan.
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