(Ilustración Giovanni Tazza)
(Ilustración Giovanni Tazza)
Carlos Meléndez

Cuando empecé a estudiar ciencia política en el extranjero, descubrí que el accionar subversivo de Sendero Luminoso contra el Estado Peruano (1980-2000) era catalogado como una “guerra civil”. Bajo tal término clasifican diversos episodios internacionales, desde la división de Yugoslavia (1991-2001) hasta la rebelión zapatista en México (1994-). Me parecía poco útil rebatir el empleo de este término por el de “terrorismo” o “conflicto armado interno”, porque entendí que es –ante todo– un concepto de utilidad académica, parte del argot de la disciplina. De hecho, los politólogos definen con precisión una “guerra civil” como “un conflicto violento dentro de un país, protagonizado por grupos organizados que buscan acceder al poder”, con al menos mil víctimas mortales de cualquiera de los bandos. Aunque hay discrepancias menores respecto de los márgenes de tales guarismos, se reconoce su legitimidad académica, distinta a otras “políticas” como “revolución” o “insurgencia popular”.

Consciente de las sensibilidades que despierta este tema en el Perú, nunca se me ocurrió “transportar” dicho concepto a su uso periodístico o de divulgación. Imagínese usted el alboroto, tal como sucede con otros términos conceptualizados desde las ciencias sociales, como “neoliberalismo” o “enfoque de género”, de uso indiscriminado en el debate público. Se trata de conceptos analíticos, relevantes para el quehacer de los especialistas, pero no necesariamente inteligibles en toda su magnitud para la opinión pública. Normalmente están basados en axiomas y supuestos que no tienen por qué ser compartidos por el público general. Por eso, cuando son vertidos sin cautela a los medios masivos, pueden sufrir deformación y estar sujetos a la ideologización y la disputa política. Y nada es más frustrante para un científico social que ver que su instrumento conceptual se convierte en el centro de una riña ideológica. Lamentablemente, en muchos casos, esto ha sido responsabilidad nuestra.

Los académicos que buscamos influir en la esfera pública –ya sea a través de políticas sociales o del debate de ideas– erramos cuando quedamos atrapados por el fetichismo de nuestro glosario conceptual, sin esforzarnos por buscar la “traducción” más adecuada para la divulgación enriquecedora. Le damos más importancia al prurito terminológico que al significado en sí, y nos dejamos involucrar en polarizaciones inútiles. No se trata de abandonar el compromiso por el debate público, sino de hacerlo con mayor dedicación y menos soberbia intelectual. De otro modo, caeremos en la descalificación.

La demonización que ha sufrido el “enfoque de género” no es responsabilidad exclusiva de sus “enemigos”, sino también de quienes no hemos sabido “traducirlo”. El sentido ulterior de dicha perspectiva es la promoción de la igualdad entre hombres y mujeres, respetando sus orientaciones sexuales. Pero en el Perú y en otros países se ha encasillado como una “ideología” perversa. ¿Es posible prescindir de dicha etiqueta intelectual sin claudicar ante los objetivos que persigue el respeto y la dignidad de todas las personas? Este gran reto debe ser superado para salir de la torre de Babel conceptual en la que estamos atrapados.