En el corazón de la fe cristiana, la muerte no es el final, sino una puerta. Duele, sí, pero deja espacio para la esperanza y la gratitud. El vacío que deja alguien querido es, muchas veces, la medida de cuánto bien hizo en vida. Y el que deja el habla de un amor profundo, compartido entre creyentes y también por quienes, sin compartir su fe, encontraron en él una voz necesaria.

Bergoglio fue un pontífice irrepetible. Desde aquel “me vinieron a buscar al fin del mundo”, algo cambió. No solo por venir del sur global, sino por responder –casi proféticamente– a estos tiempos marcados por guerras, fracturas y crisis climáticas. Su carisma fue un puente. De Ignacio de Loyola heredó la convicción de que el amor se demuestra en las obras; de Francisco de Asís, que la autoridad debe oler a oveja perdida.

Eligió no vivir en un palacio, no por estética, sino por coherencia: un papa debía dormir donde duermen los empleados, reírse de sí mismo, comer con migrantes. Reformó la curia con Praedicate Evangelium para recordar que las estructuras deben servir a los últimos. Nombró a mujeres en cargos claves y, con decisiones como “Fiducia supplicans”, pidió mirar con misericordia a quienes viven formas distintas de amor.

Lavó los pies a reclusos, escuchó a víctimas de abuso, caminó solo bajo la lluvia en pandemia. Y desafió a conservadores y progresistas con una visión de Iglesia como “hospital de campaña”, no aduana de los “perfectos”. Su legado más profundo está en la doctrina social: “Evangelii gaudium”, “Laudato si”, “Fratelli tutti”, “Querida Amazonía”. Textos que invitan a cuidar el planeta, acoger a los frágiles y defender una cultura del encuentro.

No fue perfecto ni quiso parecerlo. Vivió con sobriedad, habló con claridad, actuó con compasión. Que su legado no quede solo en memoria: que sea semilla que brote frutos. Porque hubo una vez un tal Francisco que convirtió el poder en servicio, y la Iglesia en un hogar con las puertas abiertas; que enseñó, con su vida, que solo vale la pena aquello que se hace, en todo, para amar y servir. Y con ese humor suyo, cómo no lo vamos a extrañar.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.



Nicolás Ayala es estudiante de Derecho en la UP

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