Verónika Mendoza ha querido desactivar el peligro chavista de la perpetuación autoritaria en el poder y el avasallamiento de las instituciones. Pero no toca para nada el peligro chavista en el terreno económico. (Foto: César Bueno)
Verónika Mendoza ha querido desactivar el peligro chavista de la perpetuación autoritaria en el poder y el avasallamiento de las instituciones. Pero no toca para nada el peligro chavista en el terreno económico. (Foto: César Bueno)
Jaime de Althaus

Lo que ha firmado Pedro Castillo a instancias de es una “hoja de ruta” democrática, no económica. Un compromiso con la democracia, con dejar el cargo el 28 de julio del 2026, con no disolver sino “fortalecer” el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo y los organismos reguladores (¿en qué consiste “fortalecer” el Tribunal Constitucional?). También con convocar a una asamblea constituyente “dentro del marco jurídico vigente”, algo imposible, porque el marco jurídico vigente no contempla una asamblea constituyente. Se tendría que modificar la Constitución, como se hizo en Chile, para incluir en el artículo 206 esa vía.

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¿Qué va a pasar cuando el Congreso no acuerde tal modificación? ¿Se va a quedar tranquilo Castillo luego de haber convertido ese tema en el espolón central de su campaña desde la primera vuelta? Difícil de creer.

Verónika Mendoza ha querido desactivar el peligro chavista de la perpetuación autoritaria en el poder y el avasallamiento de las instituciones. Pero no toca para nada el peligro chavista en el terreno económico, con medidas que también llevan inexorablemente al autoritarismo porque son insostenibles: la “nacionalización” de las empresas extractivas y otras, la revisión de los contratos de “las empresas transnacionales que han saqueado al país”, segunda reforma agraria, la prohibición de importar lo que producimos, entre otras.

Se quiere cambiar el modelo económico por uno que ha fracasado en todas partes. Esa es la información que aún no ha calado profundamente: que el modelo estatizador propuesto arruinaría la economía y el empleo de la gente.

La última encuesta de Ipsos reveló que (solo) un 32% de los encuestados quisiera que el próximo gobierno efectúe “cambios radicales” al modelo económico. Pero cuando Ipsos, en noviembre del año pasado, preguntó en qué consistirían esos cambios, las respuestas fueron “mejoras en educación” (65%), “mejoras en salud” (59%), “combatir la delincuencia con más efectividad” (57%) y “más eficacia en combatir la corrupción” (53%).

Es decir, la gente quiere cambios en el Estado, no en el modelo económico propiamente dicho. Las respuestas que sí entrañarían un cambio de dicho modelo, como “aumento de impuestos a los más ricos” (18%), “nacionalización de empresas extranjeras” (18%) y “estatización de empresas privadas” (11%), aparecen al final de la cola.

El problema no está en el modelo económico, es decir, en la propiedad privada y el libre mercado. Más bien hace falta repotenciar el modelo, profundizar la titulación de la propiedad y la libertad económica para desatar las fuerzas productivas. El problema está en el Estado, que se ha convertido en una traba y en botín político e ideológico. El crecimiento le ha producido ingresos considerables, pero estos no han servido para mejorar los servicios sino para alimentar la corrupción y generar sobrerregulaciones que son la causa del otro gran problema: la informalidad.

Esto debería llevar a Keiko Fujimori a plantear un cambio radical del Estado. Pedir un mandato para erradicar la corrupción, implantar la meritocracia y la gestión por rendimiento y resultados. Y establecer la participación de la comunidad, por ejemplo, en la gestión de las postas médicas, como los CLAS de los 90, que mejoraron mucho la atención. Una revolución.

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