Si vemos nuestro país en perspectiva comparada regional, ¿qué podríamos decir? A finales de julio, la Cepal lanzó una proyección de crecimiento para América Latina de apenas 0,5%. El Perú tiene un estimado de 3,2%, ciertamente bajo, pero en Sudamérica solo estamos debajo de Bolivia (con 4%) y por supuesto miramos con alivio a Argentina (-1,8%) y Venezuela (-23%, una catástrofe).
Si incluimos a América Central, solo nos superan Honduras (3,5%), Panamá (4,9%) y República Dominicana (5,5%), subregión en la que Nicaragua tiene crecimiento de -5%. Se ahonda la percepción de estancamiento, pero al menos queda el consuelo de que estamos mucho mejor que otros.
Donde seguimos pésimo es en el ámbito político e institucional. Según el Latinobarómetro del 2018, el Perú, con Guatemala y Nicaragua, aparece como uno de los países en donde la mayoría de votantes es incapaz de mencionar alguna preferencia electoral; uno de los países con menor confianza interpersonal (junto con Brasil, Costa Rica y Venezuela); con el menor nivel de confianza en el Poder Judicial (junto con Nicaragua y El Salvador), en los partidos políticos y en el gobierno (junto con Brasil y El Salvador); y con el más bajo nivel de confianza en el Congreso (más bajo aún que en El Salvador, Brasil o Nicaragua).
Al mismo tiempo, tenemos el porcentaje más alto de percepción de que la corrupción es el problema más grave del país, junto con los colombianos y brasileños.
Vivimos una gran incertidumbre respecto de si tendremos elecciones generales en el 2020 o 2021, y respecto de los posibles candidatos, pero no nos estamos jugando tanto como en dos de los tres países que tendrán elecciones en octubre. En Bolivia, Evo Morales intentará un cuarto mandato violando flagrantemente la Constitución; en Argentina, en medio de una caída del producto y de gran incertidumbre, el peronismo podría volver al poder. En Uruguay, podríamos asistir al final del ciclo del Frente Amplio, con 15 años en el poder.
Vistas las cosas en este marco, podría decirse que el Perú parece confirmar lo que hemos visto en los últimos años: una notable, para nuestros estándares tradicionales, fortaleza económica (aunque con señales preocupantes de desaceleración), conviviendo extrañamente con una continua precariedad política. La gran pregunta de fondo sería si se va a mantener la inercia de los últimos años.
Esa inercia está marcada por una economía que si bien se enturbia con la incertidumbre política, sale adelante a pesar de todo, gracias a la autonomía tecnocrática en áreas claves como el MEF y otras. A pesar de la incertidumbre electoral, las redes tecnocráticas se terminan imponiendo, estableciendo matices, pero sin rupturas importantes. Los políticos pueden ser vocingleros, pero muchas de las políticas públicas “que verdaderamente importan” se siguen gestando en cenáculos en los que la cooperación internacional, ONG y redes de expertos definen las cosas. La política interviene en los márgenes, aunque tenga mucha exposición, que genera un ruido que alimenta la desafección política.
El problema es que en los últimos años la legitimidad de los tecnócratas y su cohesión se han debilitado significativamente. Las redes de ‘expertise’ se confunden con grupos de interés y con lobbies. Además, parecemos ya ubicados en la llamada ‘trampa’ de los países de ingresos medios. Y existe la posibilidad de que los políticos no estén más dispuestos a ceder las grandes decisiones a los ‘expertos’; tendremos un elenco ‘renovado’ de candidatos, dada la ‘depuración’ impuesta por los escándalos del Caso Lava Jato.