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¿Estoy repitiendo los errores de mis padres? Cómo sanar para criar sin resentimiento
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Un momento de cansancio, una rabieta del hijo y una palabra que escapa con el mismo tono que juramos no repetir. Prometimos “jamás ser como ellos”, ser distintos, hablar con calma y criar con más empatía. Sin embargo, sin darnos cuenta, las frases, los gestos e incluso los silencios que alguna vez nos dolieron, salen de nuestra propia boca.
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Muchas veces no es falta de amor ni debilidad, sino algo mucho más profundo que se remonta a nuestros orígenes: la infancia que vivimos. Porque, nos guste o no —de forma consciente o inconsciente—, las huellas de cómo fuimos cuidados, escuchados, acompañados y hasta castigados se reactivan cuando nos toca estar del otro lado. Sin duda, criar a un hijo no solo despierta en nosotros un profundo sentido de responsabilidad y un propósito, también puede remover viejas heridas que aún no hemos sanado.
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¿Por qué repetimos aquello que prometimos no hacer?
Tendemos a repetir patrones familiares porque el cerebro aprende primero por imitación, por lo que las experiencias que vivimos de niños se quedan grabadas muy profundamente, más allá de lo que recordamos conscientemente, explicó la neuropsicóloga Patricia Cortijo, de Clínica Internacional a Hogar y Familia. Desde pequeños modelamos respuestas emocionales y conductas frente al estrés—cómo se regula el enojo, cómo se expresa el afecto o cómo se ponen límites—, y esas respuestas quedan automatizadas en nuestras redes neuronales, especialmente en la amígdala, en los circuitos de estrés y en la regulación del córtex prefrontal.
“Somos más propensos a repetirlos cuando estamos cansados, estresados o con miedo, ya que nuestro cerebro emocional toma el control. La parte racional —la que nos ayuda a pensar antes de actuar— se desactiva un poco, y ahí es cuando se enciende el modo supervivencia. Sin darnos cuenta, actuamos en automático, repitiendo los patrones que aprendimos de niños. Por eso, muchas veces, aunque prometamos no hacerlo, terminamos reaccionando igual que lo hicieron con nosotros. No porque no queramos cambiar, sino porque nuestro cerebro recurre a lo conocido”.
Esta inercia emocional puede llevarnos como padres a dos extremos: reproducir estilos de crianza rígidos por miedo a perder el control o, por el contrario, ser demasiado permisivos para no parecer “duros”. No obstante, como recalcó Susan Albers, psicóloga de Cleveland Clinic, ambos extremos pueden afectar la seguridad emocional de los niños.

Por ejemplo, como añadió Francis Vilela, docente de la carrera de psicología de la Universidad Científica del Sur, la generación actual de padres se enfrenta a una exigencia muy alta. Cargan con tantas responsabilidades que les resulta difícil poner límites y tienden a evitar el “no”, lo que puede generar hijos con baja tolerancia a la frustración y poca autonomía. “Pueden estar físicamente presentes, pero emocionalmente ausentes, facilitándoles todo y sobreestimulándolos, sin ofrecer tiempo de calidad”, advirtió.
A esto se suma el peso de las heridas no resueltas. “Si quieres conocer al adulto de hoy, pregúntale cómo fue su infancia”, recordó Vilela. Estas experiencias dejan marcas profundas: sentirse rechazado o no amado, vivir abandono o soledad, crecer con falta de atención, ser comparado o ridiculizado, enfrentar mentiras o promesas incumplidas, e incluso el maltrato. Todo ello influye directamente en la manera en que criamos.
“Una de las heridas que más marca la crianza es la invalidación emocional. Muchos padres han crecido escuchando “no llores” o “no es para tanto” y aprendieron a desconectarse de lo que sentían. Al criar, pueden repetir ese patrón sin notarlo, intentando que sus hijos “se regulen” o “no sufran”, cuando en realidad fomentan la desconexión emocional. Por eso, no es falta de amor, sino una reacción aprendida frente al propio malestar”, agregó Rafael Aramburú Umbert, psicólogo de la Clínica Anglo Americana.
¿Cómo saber si estamos reaccionando desde nuestras heridas del pasado?
Actuar desde el modelo de crianza que vivimos no es necesariamente algo malo, ya que podemos haber tenido experiencias positivas. Sin embargo, una señal de alerta de que estamos actuando desde un modelo automatizado y poco funcional es cuando respondemos de forma reactiva, sin pausa, desde la emoción y no desde la intención. Esa impulsividad—cuando gritamos, juzgamos o castigamos sin pensar— suele indicar que estamos repitiendo un patrón aprendido, más no creando una nueva forma de actuar.
También podemos estar actuando desde el pasado cuando decimos o hacemos cosas que juramos no repetir, frases como “te callas”, “ahora vas a ver”, o cuando nos sentimos culpables o avergonzados después de reaccionar. “Si sentimos que de pronto nuestro hijo “saca lo peor de nosotros”, probablemente está tocando algo no resuelto”, refirió la neuropsicóloga.
Además, como señaló Albers, las relaciones más cercanas—con la pareja o la familia— también suelen reactivar patrones inconscientes. Por ejemplo, en una discusión con la pareja o ante la opinión de los abuelos, pueden surgir respuestas automáticas aprendidas en la infancia, como la necesidad de aprobación, miedo al rechazo o autoritarismo.
“Reconocer esas reacciones no es un fracaso, sino una oportunidad para romper el ciclo, establecer límites más sanos y elegir conscientemente cómo queremos responder”.

¿Cómo podemos sanar para criar distinto?
Este proceso comienza por mirar hacia adentro. Para Francis Vilela, el primer paso es reconocer y aceptar que tenemos heridas de la infancia, pues negarlas solo nos bloquea y nos mantiene atrapados en los mismos patrones. En cambio, reconocerlas nos libera y rompe las cadenas negativas que pueden transmitirse de generación en generación.
Una vez que tomamos conciencia, el cambio requiere práctica. De acuerdo con Cortijo, no hay transformación sin pausa. Cuando sentimos que vamos a reaccionar desde la impulsividad o la costumbre, es clave detenernos: respirar, salir un momento o contar hasta diez. Esa pausa permite calmar el cuerpo y elegir una respuesta más consciente. Luego, nombrar la emoción (“me frustré”, “me sentí cansado”) ayuda a liberar tensión y conectar con lo que realmente necesitamos expresar.
“Cuando una emoción es demasiado intensa, probablemente viene del pasado. En esos casos, lo más importante es identificar al “niño interior” que reacciona, recordarnos que ahora somos el adulto capaz de cuidarlo y regresar al presente con ternura. A veces basta con un gesto simple —un abrazo o unas palabras amables— para romper el ciclo”, sugirió la neuropsicóloga.
En esta misma línea, Susan Albers resaltó la importancia de comprender que, criar sin proyectar nuestras heridas implica distinguir entre lo que pertenece a nuestra historia y lo que realmente está ocurriendo con el hijo. Por eso, cuanta más conciencia y compasión desarrollamos hacia nosotros mismos —ya sea a través de la pausa, la reflexión o la terapia—, menos cargamos a nuestros hijos con nuestro pasado y más libertad tenemos para criar desde el amor y no desde la herida.
¿Cómo reparar el vínculo con nuestros hijos cuando fallamos?
No se trata de borrar lo ocurrido, sino de transformar ese momento en una oportunidad para fortalecer la relación y enseñar con empatía. Según la psicóloga de Cleveland Clinic, la reparación emocional comienza cuando los padres reconocen su error, se disculpan sinceramente y validan lo que el niño sintió. Frases como “sé que te asusté cuando grité” ayudan a restaurar la confianza, porque demuestran que el amor no depende de ser perfectos, sino de la capacidad de asumir responsabilidad y cuidar el vínculo.
“No debemos olvidar que, pedir perdón no debilita la autoridad; por el contrario, refuerza el respeto mutuo, enseñando a los hijos que errar es parte de la vida y que siempre es posible reconectar desde el afecto y la comprensión”.
Sin embargo, reparar también implica mirar hacia adentro. Si no aprendimos a poner límites o a expresar emociones, podemos hacerlo junto a ellos. Como indicó Patricia Cortijo, es válido decirles “a veces me cuesta decir lo que siento, pero estoy practicando”. Los niños no aprenden de la perfección, sino del ejemplo. Cuando ven a sus padres pedir perdón, cuidarse o decir “no” con respeto, comprenden que expresar emociones y poner límites también es una forma de amor.
“En este camino hacia la sanación, la autocompasión juega un papel fundamental. No se trata de justificarse y decir “soy así y ya”, sino reconocer con amabilidad que estamos aprendiendo y que cada día podemos volver a empezar. Hablarse con respeto, valorar los avances y darse permiso para descansar son actos que permiten sanar sin culpa. Además, la autocompasión es esencial para crear nuevos estilos de crianza más conscientes, racionales y oportunos para los hijos”, resaltó Vilela.

¿Cómo reconciliarnos con nuestros padres?
Reconciliarnos con nuestros padres no significa olvidar lo que dolió ni justificar lo que nos lastimó, sino aprender a mirar la historia completa con una mirada más amplia y compasiva. Según Aramburú, es posible sostener la dualidad de amar a nuestros padres y, al mismo tiempo, sentir enojo o resentimiento hacia ellos. Reconocer ambas emociones nos permite comprender sin justificar: entender que muchas veces no hubo mala intención, sino limitaciones y falta de recursos emocionales.
“Validar esta mezcla de sentimientos es el primer paso para sanar. Aceptar que podemos amar y resentir al mismo tiempo nos ayuda a humanizar la relación y a liberarnos del peso emocional heredado de generación en generación. No se trata de juzgar ni de negar, sino de comprender lo que sentimos. Prácticas como la escritura terapéutica o la autocompasión facilitan expresar ese dolor y transformarlo en comprensión y perdón consciente”, sostuvo Albers.
Además, reconocer que nuestros padres también actuaron desde sus propias heridas no implica justificar lo que hicieron, sino ampliar la mirada. Comprender que respondieron con los recursos emocionales que tenían nos ayuda a soltar la búsqueda de culpables y enfocarnos en sanar. Esa comprensión reduce el resentimiento, pero no elimina la responsabilidad: podemos entender las causas sin negar los efectos.
Reconciliarnos, en el fondo, es “criar sin resentimiento”, es decir, aprender a vivir en paz con lo que fue, aunque no haya sido perfecto. De acuerdo con Cortijo, se trata de no repetir desde el dolor ni desde la revancha, sino criar desde el amor y la conciencia. Cuando logramos eso, dejamos de ser prisioneros del pasado y comenzamos a construir vínculos más libres, sanos y compasivos, con ellos, con nuestros hijos y con nosotros mismos.
Buscar ayuda también es un acto de amor
Reconocer que necesitamos apoyo no es señal de debilidad, sino de valentía y compromiso con el bienestar de nuestros hijos. Según Vilela, es conveniente buscar acompañamiento terapéutico cuando nos sentimos constantemente enojados, incluso por cosas simples, tenemos dificultades para poner límites sin alejarnos de nuestros hijos, notamos que repetimos actitudes que rechazábamos de nuestros padres o solemos perder el control con frecuencia.
La terapia nos ofrece un espacio seguro para comprender de dónde vienen esas emociones, aprender a gestionarlas y encontrar respuestas más oportunas y guiadas.
“Quienes temen repetir lo que vivieron, no tengan miedo a ser padres”, animó la psicóloga de Universidad Científica del Sur. “Ser padres implica aceptar que podemos equivocarnos, pero también que podemos reparar nuestros errores. Podemos razonar, reconocer, perdonar y, sobre todo, cambiar. No temamos poner límites, pedir disculpas y, especialmente, demostrar amor, interés y apego. Seamos los padres que nuestros hijos necesitan”.
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