Ted Bundy. (Captura de video)
Ted Bundy
Jaime Bedoya

Que lo digan sus cenizas. Se cumplen tres décadas desde que fuera achicharrado en una silla eléctrica de Florida por ser un asesino en serie antes que existiese el concepto del asesino en serie. El mundo lo recuerda con morbo y mercadotecnia del espectáculo. Hay una película en cartelera y Netflix estrena serie* sobre las grabaciones secretas con el individuo que confesó 30 asesinatos de jóvenes mujeres. Al momento de ser ejecutado tenía 42 años, la edad de Claudio Pizarro.

Bundy, un narcisista encantador, operaba bajo la apariencia inofensiva de un joven estudiante de leyes que las mujeres consideraban atractivo y los hombres confiable. Un GCU en toda la extensión. Los comentarios de los espectadores de la serie, que en su mayoría no eran ni un sueño húmedo cuando Bundy asesinaba compulsivamente, son de una mansedumbre alarmante: ¡qué mirada tenía! Era la mirada de la decapitación y la necrofilia, la fotogenia demoniaca.

El día del ajusticiamiento hubo fiesta en las afueras de la cárcel. La gente bebió, bailó y disparó fuegos artificiales como si llegara un año nuevo. No era para menos. Inclusive ahora, tres décadas después, contemplar la sucesión de retratos 3/4 de sus víctimas, sacrificios inútiles a un abismo macabro, genera una atmósfera fantasmal de pérdida irreparable. Este ensañamiento letal contra la mujer, corriente que hoy trágicamente discurre a velocidad de crucero, confirma que hay algo sumamente desviado en la base de cierta mirada masculina. Morir es malo. Hacerlo joven, con dolor y violencia, es inaceptable.

Una biblioteca de estudios sicológicos acompaña la infame saga de Bundy. Diversas aproximaciones a su sociopatía desmenuzan los gatillos y razones que podrían explicar la monstruosidad. Pero hay un elemento en la historia, un artefacto inanimado, que se proyecta con un potencial escalofriante: su auto. Un inocente Volkswagen (VW) escarabajo del 68 color arena.

Usando falsos yesos en un brazo o simulando que cargaba bolsas de compras, pedía ayuda a una chica desprevenida para que le abriera la puerta del VW. Apenas ella hacía eso, él la golpeaba con una llave de tuercas en la cabeza. Entonces el amable vehículo se ofrecía como macabro cómplice metálico.

Al VW le había retirado el asiento del pasajero. Eso le daba espacio necesario para llevar el cuerpo inconsciente de la víctima a escondidas de la mirada pública. La esposaba al chasis. También le había arrancado la manija interna a la puerta del pasajero, para evitar la fuga. El auto era una compacta y funcional máquina de aniquilamiento.

Una tranquila tarde que Bundy cruzó una luz roja con las luces del VW apagadas un policía lo detuvo por rutina. Cuando en el interior del auto encontró un pasamontañas, esposas, pica hielo y pantyhose, se dio cuenta de que no se trataría de una simple infracción de tránsito.

El VW se convirtió en un colaborador eficaz. El auto era un repositorio copioso de ADN de mujeres muertas. Restos de sangre, cabellos, gritos y sollozos quedaron atrapados en la cabina tradicionalmente asignada como lugar móvil de un primer beso.

Una vez utilizado para condenar al asesino, el auto quedó en un depósito policial, donde un viejo y astuto comisario lo compró como inversión por 950 dólares. Veinte años después lo vendió por 25.000 dólares. Hoy está en un museo. La gente se toma selfies con él.

Un auto no tiene la culpa. Pero el otro día vi un escarabajo y sentía que podía estar viendo al demonio.

*Conversaciones con asesinos: las cintas de Ted Bundy.

Contenido sugerido

Contenido GEC