La semana pasada estuve en México presentando mi más reciente novela a los lectores de ese país. Por las mañanas, tomaba café con periodistas mientras les hablaba acerca de la guerra, el desarraigo, los destinos inesperados, la migración. Por las noches intentaba distraerme de esos temas, pero, más de una vez, reaparecían sin que yo los buscara, solo que en otra clase de charlas. Charlas con viejos amigos que viven allá; en concreto, dos amigos. Es a ellos a quienes quiero referirme. Primero está Gabriel, el editor, quien ocupa un alto cargo en una de las editoriales más importantes de Hispanoamérica. Con Gabriel nos conocemos desde que éramos niños —vivíamos en el mismo barrio, en el Monterrico de los ochenta—, de modo que cada vez que coincidimos (en México, Madrid o Lima) el tema de la infancia vuelve a iluminar nuestros encuentros.
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Esta vez, sin embargo, no nos contentamos solo con dar trámite a las ya legendarias anécdotas del pasado, sino que tuvimos el tiempo, el ánimo y la disposición para profundizar en cómo las vivencias de esos años —y sobre todo los personajes de esos años (los padres, los amigos queridos, los que no lo eran tanto pero en la adolescencia llamaban nuestra atención)— han repercutido en quienes somos ahora, en la forma en que encaramos la vida, en el modo en que aprendimos a querer y a olvidar. Gabriel me habló de sus angustias, sus excesos, sus miedos, del infarto que tuvo un año atrás y de cómo a raíz de ese incidente aprendió a cuidarse, a contenerse, a vivir más quieto, apreciando aspectos del mundo y de los demás que antes quizá le parecían triviales u obvios.
Hacía mucho tiempo que no sosteníamos conversaciones así, hondas, hilarantes, descarnadas, de una transparencia mayor. Debajo de su coraza de directivo editorial, detrás de la barba candado, la chaqueta importada y la copa de martini, todavía podía verlo con su bandana en la cabeza, sus bermudas, su walkman, sus zapatillas gastadas. Estoy seguro de que a él le pasó algo similar; los amigos de la infancia tenemos ese poder, el poder de los rayos equis.
El otro amigo, al que visité una noche en el segundo piso de un edificio de la avenida Casa del Obrero Mundial, es rockero. Se llama Jorge, pero todos le dicen ‘Pelo’. Siempre fui admirador de su trabajo, desde la época en que lideraba una banda famosa en la que mi primo Nacho tocaba el bajo. Mientras Gabriel llegó a Ciudad de México hace diecisiete años y vive rodeado de tres perros, cuatro gatos, más decenas de cuadros y de plantas, ‘Pelo’ lleva en la capital mexicana apenas cuatro meses y por ahora su casa está solo habitada por dos guitarras acústicas, doce libros escritos por músicos y un gato negro que esa noche, desde su rincón, advertía nuestra progresiva transformación a medida que descendía el nivel de la botella de mezcal que brillaba sobre la mesa (un mezcal de nombre memorable: Creyente).
Fue emocionante escuchar a ‘Pelo’ hablar de sus antiguas migraciones, de su éxito en el Perú, de sus peripecias sentimentales, y verlo convertido en un aventurero de cincuenta y tantos abriles decidido a darlo todo, una vez más, en nombre de su vocación. «Todo esto, compadre, no es por mí», me dijo en un momento, recorriendo con la mirada las paredes del departamento, «es por la música». Lo que más le agradezco de esa noche es haberme dejado escuchar parte del material que muy pronto dará a conocer. Recuerden este tema: «Palacio roto». Ahí está el mejor ‘Pelo’. Ya me darán la razón.
El editor y el rockero no se conocen, pero quizá deberían. Tienen algo de gemelos más allá de que sean limeños, hayan sobrevivido a los noventa y vivan hoy en el mismo territorio. Ambos decidieron dejar el Perú sintiendo que el país los hería o repulsaba o les impedía avanzar. Ambos son criaturas solitarias, seductoras, sujetos apasionados por lo que hacen. Ambos proyectan más seguridad de la que tienen y aparentan menos años de los que están por cumplir. Ambos le han hecho el pare a su lado autodestructivo. Ninguno tiene hijos ni pareja oficial. Los dos son amigos a prueba de balas. Y en esta columna se encuentran por primera vez. //
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