Lo que pasa en Nigeria pasa en el Perú: un impulso primordial lleva a un gorila espalda plateada a erguirse en dos piernas. El lomo, convertido en puercoespín, se le eriza desafiante. Resopla, aúlla, y termina la ceremonia golpeándose el pecho con las manos. Ante el instinto de huir o atacar frente a una amenaza, ha decidido atacar. O, en todo caso, hacer creer que está a punto de desatar una furia terrible.
Transmitir una amenaza preventiva —no necesariamente en capacidad de ser defendida— es uno de los espectáculos de hiperbolismo natural más vistosos. Los humanos lo hemos degradado a fanfarronada con ínfulas de ciencia especulativa. Tal es el caso de un embustero bluff en póker o de un mañoso know how político. Media training, le llaman los que cobran por enseñar cómo se hace.
El problema de estos últimos es que de tanto repetirse evidenciando sus inexistentes consecuencias han devenido en rutinas circenses. Cómo olvidar el no se lo permeto de Alejandro Toledo, un monumento a la indignación como farsa.
La pechada, además de fuego fatuo politiquero, puede ser también un espectáculo digno. Una de las versiones más espléndidas de esto existe en la cultura Maorí, la danza guerrera del haka. Una bravata impoluta anclada en la tradición y el mito. Y comprometida con el desenlace final de una agresividad prometida. Basta ver un partido de rugby de los All Blacks, selección neozelandesa que ha incorporado el haka como rito previo antes de cada encuentro.
El haka, al igual que la gestualidad del gorila, empieza con resoplidos y pisotones que anuncian el mal humor a punto de manifestarse. Luego de amedrentar al espectador con temblores de mano que remedan el susto ajeno y muecas que denotan lo irracional de la furia, se procede a una danza grupal de movimientos bruscos y enérgicos. El ritual termina con prolongada sacada de lengua, señal de húmedo desprecio. Es una manera de ganar el partido antes de que comience.
La pechada criolla es más burda y rastrera. Tiene prontuario. Recurre como preámbulo al escupitajo al suelo (real o metafórico), seguido de invectivas usualmente maternas destinadas al desplome sicológico, la vieja estrategia del bajoneo. Aquí es cuando los mejor conectados con el pedigrí local suelen utilizar el no sabes con quién te estás metiendo.
La pechada verbal es parte de un cortejo hostil llamado atarante, estado de confusión orgánica que busca hundir al adversario en los pantanos del miedo y la inmovilidad. No en vano el nombre deriva del ser víctima de una picadura de tarántula. Como un veneno, el amedrentamiento vocal intoxica y paraliza.
El atarante, el escupitajo y las demás malas artes de la bravuconada son las que una vez más han probado ser consustanciales a la política peruana. Otorgando una confianza tan falsa como su valentía previa, al menos han dejado un par de sabias lecciones de cara al bicentenario: 1) la supervivencia importa más que la coherencia; 2) nunca se renuncia a un trabajo a veinte días de la gratificación.
Como siempre, tras meses de reto y desafío, la crispación ha terminado en un té de tías con el consabido reacomodo de nalgas para poner la cartera al lado, ahora que hay robos. Es lo que los políticos llaman triunfó el diálogo.
Era de ilusos esperar otra cosa. Un congresista sin inmunidad busca un escondite. Un gorila pesa 200 kilos. No necesita circulina.