Lucho Repetto amaba los cementerios. Pero los que lo hemos perdido aborrecemos su muerte. De todas las barbaridades con las que se debe convivir en estos días, eso incluye elevar a debate público el exhibicionismo genital de un actor instantáneo, la pérdida de los espíritus valiosos es lo que más dolerá. Para ellos no habrá reemplazo. Para todo lo demás tenemos ese consuelo amorfo, esa credulidad sistematizada, que se llama reinvención.
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Repetto se paseaba por los pabellones del Presbítero Maestro con el disfrute con que otros recorren el malecón de Miraflores. Hallaba serenidad entre las más de doscientas mil personas enterradas ahí con la esperanza de un mejor tránsito de este valle de pellejerías donde la vida siempre gozó de una fragilidad asolapada. Ese dolor en el pecho, en la solapa, en la cartera con el que Vallejo anticipó todas las pandemias.
La simbología del rito fúnebre cautivaba su interés y su memoria, prodigiosa siempre. Citaba sin trastabillar las tumbas célebres puerta por puerta, salpimentándolas con un dato significativo de la minucia biográfica. Al mismo tiempo se estremecía ante el peso histórico de descansos notables, como el padre de Grau. Y hacía de esta pasión contagio, acción tan venida a menos.
Además de esta fascinación con los códigos de ultratumba, donde otros veían espanto Lucho veía cultura en estado puro y eterno. El presbítero no solo era un cementerio, era un museo. Y en esto reside el legado de Luis Repetto: entender el museo como el espacio de transformación mental más potente del que dispone la sociedad contemporánea. Puede ser un cementerio. Puede ser la vetusta instalación del museo antropología de Pueblo Libre: ambos lugares te destapan la mente.
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La museología le llegó como feliz accidente haciendo fichas de una colección donada al Instituto Riva Agüero. El arte de conservar, compartir y democratizar el patrimonio se le presentó como misión.
Su pasión y empatía le hizo conocer a quien tenía que conocer, entre ellos a la coleccionista de arte popular peruano Elvira Luza. Ella era la joven rebelde que se había atrevido estudiar en Bellas Artes cuando no entraban mujeres. Luego fue la anciana que todos los domingos en Santa Beatriz hacía una tertulia para hablar del amor a lo peruano. A su mesa de comedor se sentaban José María Arguedas, Arturo Jiménez Borja, Raúl Porras. A esa mesa llegó un joven Luis Repetto. Mientras oía recorría los retablos, mates burilados y cruces de Elvira con una fascinación devoradora.
Conocí esa mesa de Elvira Luza. No disfruté de esa tertulia exquisita, pero si de un perfecto chancay con mantequilla que su hermana Mercedes servía a los nietos. Elvira era mi tía abuela. Esa misma mesa con incrustaciones de cobre acabó, con justicia, en el departamento miraflorino de Lucho. Cuando tomo desayuno veo las sillas vacías y siento que ellos están ahí, alguna vez me dijo.
Lucho llevó el Réquiem de Mozart al Presbítero Maestro. Llevó la puesta en escena de Don Juan Tenorio. Llevó multitud de visitantes tal vez inicialmente atraídos por el morbo pero a quienes luego la muerte les cambió la vida. Y a los que no fueron en persona los llevó igual a través de un programa de televisión que tenía como anacrónico protagonista al museo. El antirating que si funcionó.
Lucho explicaba como en la iconografía fúnebre se repite la figura de la antorcha invertida. Representa el fin de la vida. Lucho es irremplazable, es verdad, pero toca darle la vuelta a esa antorcha. Su pasión por compartir lo esencial, esos cimientos que nos cohesionan y nos hacen resistir así no los reconozcamos, nos alumbrará cuando salgamos de esta miseria. Esa es su antorcha. //