"El deslumbramiento con que esa ciudad impacta por primera vez hizo de esa caminata una epifanía".
"El deslumbramiento con que esa ciudad impacta por primera vez hizo de esa caminata una epifanía".
Jaime Bedoya

La indicación era puntual y simple: Busca el puente más pequeño del Sena, ahí estaré. Era mi primera vez en París. No sabía que el río tenía treinta y siete puentes.

Eran los tiempos que conocer una ciudad era una aventura escrita en papel. Según el mapa desde la estación de Austerlitz estaba a solo cinco puentes del más breve de la ciudad. Por si alguien tenía dudas al respecto este oportunamente se llamaba Petit Pont.

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El deslumbramiento con que esa ciudad impacta por primera vez hizo de esa caminata una epifanía, pero sin respuestas profundas ni gratificaciones fotográficas. Una atmósfera de perturbadora belleza imponía la necesidad de silencio, de no decir nada; eso que los limeños no siempre sabemos hacer. Mi hermana mayor lo había repetido durante años. No se descubre nada en las cosas, ellas descubren algo de ti.

Llegué a donde ella vivía a metros del Petit Pont. Al cabo de todos los pisos posibles recorridos en una escalera añosa me vi frente a un simulacro de departamento. Era la típica buhardilla parisina, austera y elemental, pero poseedora de una pátina bohemia en estado puro. Abrió la puerta con una inmensa sonrisa. Sabía lo que me estaba pasando.

Me hizo tirar la maleta en una esquina y me indicó que subiera a la cama y viera por la ventana. Era Notre Dame a golpe de vista, como quien en Lima abre la ventana y ve un poste de luz acogotado de cables. Eso será lo primero que veas todas las mañanas, advirtió.

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Ella estaba enamorada, que gusto recordarla así. En dos días se iría de viaje y me quedaba poco poco tiempo para aprender. ¿Para aprender qué?, era la pregunta innecesaria. Acto seguido empezó un recorrido intensivo para mostrarme lo que ella consideraba los lugares trascendentales de París. No se trataba de una ruta turística ni arquitectónica, sino establecer en terreno neutral el circuito de conexiones invisibles que existe entre la misma sangre. París era un pretexto.

Tener una hermana mayor es tener un referente que sabe más que tú. Que conoce de qué adoleces, te lo ofrece, y que discierne con ejemplar elegancia, no ajena de dolor, en los confusos territorios sentimentales. Esa complicidad jerárquica, construida además desde la felicidad invencible de los primeros y más simples recuerdos, configura un código de afecto familiar que acaba convirtiéndose en antorcha. Allá donde vayas, la llevas.

Cuando esa conexión orgánica existe se da otro fenómeno virtuoso: las amistades fraternas se vuelven tuyas también como una familia extendida y elegida. Hermosas amistades he conocido por mi hermana.

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Durante estos meses de obligada distancia, salvando la inelegancia del teléfono y la modestia del mensaje electrónico, conversaba con ella a través de esta página. Además de su dudoso y fraterno gusto presumo que ella encontraba acá, en clave, ese jardín secreto que había compartido conmigo en Francia hacía tantos años, y que podía identificar como propia huella de estilo: una alegría de vivir premunida de un escepticismo preventivo. Tu hermana mayor acaba siendo tu mayor influencia.

Le dedico a ella estas líneas que no sé cómo podrá leerlas. Una manera de resolver aquello es envolverlas en un verso de su querido Jacques Brel, una exquisitez incrustada en uno de más conocidos melodramas cantados:

Te ofreceré

unas perlas de lluvia

venida de países donde no llueve.

Para ti, algo así de delicado, de fino, de imperceptible. //

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