Mi madre es hincha de Milei. Me lo dejó muy en claro la otra tarde por teléfono. La llamé para preguntarle cómo iba el invierno en Lima y me devolvió un comentario de otra índole. «¿Viste el desfile en Argentina?, no haya nada que hacer que Milei le está devolviendo grandeza a ese país».
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Su comentario me intrigó e indignó al mismo tiempo. «¡Por favor, mamá!, sacó veinte tanques y diez helicópteros, eso es despilfarro, no grandeza». «¡Les ha devuelto la dignidad a las fuerzas armadas!», afirmó. «Sí, claro, reivindica a los militares porque quiere reescribir la historia negando los crímenes de la dictadura». «Claro, pero no dices nada sobre la inflación, ya la bajó a un dígito».
Me sorprendió lo informada que estaba. «¡Pero la pobreza está en aumento y el dólar…¿has visto el dólar, mamá?, está por las nubes». «¡Eso dicen los kirchneristas», señaló con una risita sarcástica. «¡Ya nadie puede comprar carne en Buenos Aires!», exageré para frenarla «¡Los socialistas lo odian porque está sacando a todos los parásitos del Estado!», aseguró, levantando la voz. «Mami, el tipo habla con el fantasma de su perro muerto…está loco», dije. «¡Loca estaba Cristina, que decía defender a los pobres y mira todo lo que se robó!», acusó, al borde de la histeria. Estuve a punto de contraatacar, pero me quedé callado.
La conversación se había convertido en un diálogo de sordos y temí que ella me colgara no sin antes proclamar: «¡viva la libertad, carajo!». Cuando pensé que la discusión había cesado, soltó una frase lapidaria que no tuve cómo desmentir. «Tu padre estaría feliz con Milei».
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No le faltaba razón. Mi padre, militar, ex general, nacido en Buenos Aires, fallecido hace casi treinta años, aplaudiría a Milei. No dudo que también a Bukele y a Bolsonaro. Y seguro habría lamentado la derrota de Marine Le Pen en Francia. Pero no era mi padre sino ella quien me inquietaba ahora. En qué momento, pensé, se volvió una ciega partidaria de la derecha radical. ¿O es que siempre lo ha sido y yo no he querido darme cuenta?
De niño uno repite lo que le enseñan en casa y, de tanto repetirlo, termina creyéndoselo. Recién con las experiencias adultas, ciertas lecturas, ciertos viajes, ciertas conversaciones, uno es capaz de ratificarse en la ideología heredada o de elaborar su propia tesis acerca de cómo debería funcionar el mundo.
Como en muchas otras familias, en la mía las discrepancias políticas existen y son, me temo, insalvables. Y dado que mis ideas progresistas no gozan precisamente de mucha popularidad entre mis hermanos, primos, tíos, cuñados, suegros, etcétera, evito intervenir en esos debates que solo sirven para dejar en el aire una larga estela de amargura.
Con mi madre nunca había experimentado tensión alguna (salvo la vez en que me llamó «caviarazo») porque le comente que estaba a favor del adelanto de elecciones). Sabemos que pensamos distinto, pero curiosamente hemos votado igual en varias oportunidades (Pérez de Cuéllar en el 95, Toledo en el 2000, García en el 2006, PPK en el 2016). En los últimos años, sin embargo, su pragmatismo se ha exacerbado, casi tanto como su intolerancia hacia el que piensa diferente. Antes, parecía comprender un poco los argumentos de los demás; ahora, ya no entra en vainas. Pero es mi madre. Y la amo con todo su conservadurismo y su intransigencia.
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Por eso la otra tarde, después de que soltara aquella frase tristemente real («tu padre estaría feliz con Milei»), le pedí que me contara de sus clases de acuaeróbicos en el club, del último Pandero organizado por sus amigas, de sus chequeos médicos, de sus planes para fiestas patrias, de cualquier cosa menos de la coyuntura política argentina. Conseguí distraerla y escuché feliz su relato acerca de todas esas cuestiones. A mi turno, le resumí las novedades de sus nietas: las horas de sueño que ha ganado Emilia, el nuevo diente de leche que se le cayó a Julieta, los preparativos para nuestra próxima visita a Lima. En esas andaba cuando, de pronto, del otro lado del teléfono sonó claramente el ruido de una motosierra. ¿Qué hacía mi madre maniobrando una máquina tan peligrosa como esa?, ¿tenía acaso algo que ver con su novísima admiración por el demente de Milei, quien ha convertido la sierra eléctrica en el símbolo de su agresivo discurso ultraderechista?, ¿a esos niveles de fanatismo había llegado mi mamá?, ¿qué haría en el futuro con la gente de ideas progresistas?, ¿les cortaría un brazo, una pierna, los decapitaría?
No pasaron diez segundos antes de que ella aclarara que la máquina pertenecía a Venancio, el jardinero de toda la vida, que se encontraba podando el último árbol que quedaba en pie en el jardín. Respiré aliviado y le mandé por el auricular el beso cariñoso que espero darle la próxima semana, cuando nos veamos para hablar de cien cosas, del pasado, del presente y el futuro, de todo y de todos, menos de Milei.
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