Mi primer repechaje fue académico. Ocurrió en las postrimerías de 1988, cuando tuve que dar la quinta nota en Historia y Geografía de segundo de media. La quinta nota era la última oportunidad que daba el colegio a ciertos alumnos para aprobar la materia o materias que a lo largo del año se habían descuidado por negligencia. Su sola mención provocaba en los alumnos sudores y escalofríos similares a los experimentados por los herejes frente a las torturas de la Santa Inquisición. Si reprobabas la quinta nota, además de cumplir con el tortuoso trámite de volver a llevar los cursos jalados durante las preciadas vacaciones, pasabas a ser visto por la comunidad estudiantil como uno de sus elementos más prescindibles, en otras palabras, te colgaban del cuello el invisible pero permanente cartel de “bestia”.
Puedo recordar la angustia del día en que me acerqué a rendir esos exámenes junto a un puñado de compañeros, todos llevando a cuestas la misma carota de fracaso. Estudié tanto que resolví las preguntas con relativa rapidez y esperé larguísimas dos horas en el patio para que me dieran los resultados. Pasé ambos cursos y celebré el triunfo en casa atracándome con todos los Sorrento que mi madre me había prohibido comer hasta que no superara aquel escollo.
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También tuve un repechaje sentimental. Ocurrió en un verano noventero, en las instalaciones de un club. La muchacha en cuestión me había ignorado a lo largo y ancho de dos veranos consecutivos, en especial el último, a pesar de que (o quizá justamente porque) me había esmerado en llamar su atención de las maneras más diversas, aunque quizá ridículas sea el adjetivo apropiado. El último intento fue patético y, por lo mismo, memorable. Me habían pedido componer el himno de las Olimpiadas del club y no se me ocurrió mejor idea que insertar, según yo, disimuladamente, el nombre de la fulanita en la primera estrofa del coro. Todo el mundo se dio cuenta apenas se oyó el himno en los parlantes y ella, tímida, vergonzosa, castigó mi indiscreta maniobra convirtiéndome en el hombre invisible desde enero hasta marzo. El verano siguiente, sin embargo, fui yo quien no le prestó el menor caso, pasé los días entre el gimnasio y la piscina, pero en una fiesta aceptó bailar conmigo y terminamos besándonos toda la noche detrás de un parlante. Fue repechaje, repesca y revancha. A la tercera había sido la vencida.
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Traigo a colación estos recuerdos por el repechaje de pasado mañana, cuando la selección dispute con Australia su pase al próximo Mundial. Todos los peruanos (entre ellos los profesores de Historia y Geografía de secundaria que me aprobaron en la quinta nota, y aquella noviecita del verano, hoy fecunda madre de familia) seguiremos el partido. La gran mayoría de mis amigos peruanos aquí en Madrid, unos catorce, lo verán en pantalla gigante, en un restaurante de pescados y mariscos. Con otros dos amigos hemos desistido sumarnos a ese grupo: preferimos seguir el partido solo los tres, sin tanto barullo. Así lo hicimos para los triunfos de la selección en la última Copa América, y también cuando derrotamos a Paraguay en la fecha final de las Eliminatorias. Nos han acusado de separatistas, pero la cábala manda, y si esta vez nos vuelve a funcionar dudo que en adelante vayamos a romperla.
Desde luego que, si gana Perú, si clasificamos este lunes a Qatar, saldremos corriendo a darles el alcance a los demás para celebrar hasta que la luz del cielo aclare. Si perdemos, nos retiraremos cada quien a su casa, previo brindis de consuelo. Ojalá sea lo primero: el equipo de Gareca merece una recompensa y el país entero, un desahogo. No por ir al Mundial desaparecerá de golpe la horrible crisis que atravesamos, pero quizá podamos capearla un poco menos furiosos, un poco más codo a codo. //
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