Iryna Tsvila era escritora, además de soldado. Y antes, madre de cinco hijos. Al enterarse del asalto blindado de las tropas rusas a Kiev, no lo pensó dos veces y, en su condición de reservista de las fuerzas armadas de Ucrania, se lanzó al combate. Lo había hecho antes, en el 2014, durante la guerra de Donbas, experiencia que relató en el libro Voces de la guerra. Historias de veteranos. Esta vez no volvió. Fue una de los primeras personas civiles en morir a manos del ejército de Putin. Tenía 52 años.
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¿Cómo explicar la temeridad de Iryna? ¿Enraizado patriotismo, valentía congénita? O hubo tras su decisión algo de lo que Ernest Hemingway le dijo a Francis Scott Fitzgerald en una célebre carta: “La guerra es el mejor tema: ofrece el máximo de material en combinación con el máximo de acción. Todo se acelera allí y el escritor que ha participado unos días en combate obtiene una masa de experiencia que no conseguirá en toda una vida”. Hemingway había intervenido en las dos guerras mundiales y en la guerra civil española. Fitzgerald se alistó durante la Primera Guerra Mundial, pero nunca fue enviado a Europa.
¿La fascinación literaria por las trincheras justifica el gesto suicida de ocuparlas? ¿Cómo se escribe después de una experiencia donde conviven el horror, el pánico, la lucha por la sobrevivencia?
En El buen soldado Svejk, el checo Jaroslav Hasek pone en sarcástica evidencia la inutilidad de la guerra y la deshumanización que causa en todos aquellos que la protagonizan. Hasek se alistó en el ejército austrohúngaro en 1915, luego se cambió de bando para defender a los rusos y acabó comprometiéndose más tarde con la causa bolchevique.
Guillaume Apollinaire ya era un poeta reconocido cuando se presentó voluntariamente para defender a Francia en la Primera Guerra. En 1916 fue herido en la cabeza por un estallido de obús en la batalla de Chemin des Dames (es famoso el retrato de Picasso donde aparece con la frente vendada). Dejó una serie de poemas lúcidos, cartas románticas y dibujos surrealistas que dan cuenta de sus apesadumbrados días de artillero en el frente.
Otros escritores que se calzaron las botas en la Gran Guerra fueron el poeta británico Wilfred Owen, que murió una semana antes de la firma del armisticio; el novelista francés y soldado de infantería Henri Barbusse, quien desde un hospital escribió la novela El fuego; o el inglés Gerald Brenan, quien tras pelear en dos batallas fue condecorado con la medalla del valor. No olvidemos a Céline, alistado en un regimiento de coraceros franceses, ni al alemán Ernst Jünger, en cuyos diarios describe la locura de la guerra, sin ocultar su desprecio hacia Hitler (algunos de los oficiales que atentaron contra el Führer en 1944 eran amigos suyos). En El mundo de ayer, Stefan Zweig cuenta que vistió el uniforme militar austriaco por tres años, pero no llegó a las trincheras por ser declarado no apto. Y Tolkien estuvo seis meses en el frente del Somme, pero fue desmovilizado luego de que el batallón de fusileros que integraba sufriera decenas de bajas en solo dos días.
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El historiador catalán Josep Torroella Prats señala que todos los escritores que pelearon en la Primera Guerra, si bien mostraron entusiasmo al inicio, “acabaron abrazando la causa pacifista”. No era para menos: fue una guerra larga y muchos volvieron de ella con amputaciones, impactos de bala o metralla, o traumas psicológicos. Fue el caso del poeta austriaco George Trakl, quien, reclutado como farmacéutico, acabó suicidándose con una sobredosis de cocaína.
El colofón a este primer repaso queda en manos de Quevedo. Para él era natural que los escritores españoles se convirtieran en soldados al tener un idioma en el que existe la palabra ‘saeta’, que lo mismo equivale a “mortífero dardo” que a “lamento de poeta”. //
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