¿Las vacunas contra el COVID-19 protegen contra la infección o previenen los casos graves de la enfermedad?
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Esta pregunta ha suscitado numerosos debates entre la comunidad científica en las últimas semanas.
Por lo que se sabe hasta ahora, las vacunas ya aprobadas en varios países tienen una buena efectividad en la prevención de cuadros de COVID-19 con síntomas (recuerde bien la palabra síntomas).
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Pero eso no quiere decir que sus beneficios se limiten a esto: la experiencia en el mundo real, en las campañas de inmunización más avanzadas en algunos países, indica que las dosis que se utilizan actualmente traen otros beneficios en la lucha contra la pandemia.
Los datos de Israel, donde la vacunación está más avanzada, sugieren resultados mejores que los esperados, como una caída dramática en los casos, hospitalizaciones y muertes por COVID-19.
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Misma estrategia, varios desenlaces
Para entender cómo los científicos llegaron a estas conclusiones, es necesario remontarse al 9 de abril de 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó un documento que definiría las reglas del juego.
En las directrices, la entidad estableció los requisitos mínimos para que se apruebe una vacuna contra el “nuevo” coronavirus.
Entre una serie de criterios técnicos y especificaciones, una regla se destacó como la más importante: la vacuna contra la covid-19 debía tener una tasa mínima de efectividad del 50% frente a una de estas tres circunstancias: la infección en sí, la enfermedad sintomática o las formas graves de la enfermedad.
Tales requisitos no son novedad: existen vacunas que se usan contra otras enfermedades infecciosas que son excelentes para evitar que el virus invada el cuerpo de un individuo y comience a replicarse en su interior.
Este es el caso, por ejemplo, de las dosis contra el sarampión y la fiebre amarilla. Quien los toma está bien protegido de los virus que causan estas enfermedades
Otros productos no son capaces de detener la infección en sí, pero evitan que evolucione y afecte demasiado al organismo, lo que requeriría hospitalización y atención médica especializada.
La vacuna contra la gripe encaja perfectamente en esta categoría: quien recibe la inyección a principios de otoño corre un riesgo considerable de contraer el virus durante los próximos meses. Pero, si ocurre, los síntomas de la enfermedad serán mucho más leves y no requerirán estadías prolongadas en salas y unidades de cuidados intensivos.
Esto es bueno para el individuo, que no siente que su salud se vea afectada, y para el sistema de salud en su conjunto, que no colapsa con la llegada de varios pacientes al mismo tiempo, especialmente en invierno, cuando la circulación de los virus que afectan al sistema respiratorio crece mucho.
¿Qué hicieron con la COVID-19?
La pandemia, por supuesto, trajo algunos desafíos adicionales a la carrera científica: la humanidad necesitaba una solución rápida. No era factible esperar años para el desarrollo de una vacuna.
Para acelerar el proceso, todas las farmacéuticas y centros de investigación diseñaron las pruebas clínicas de sus candidatas a vacunas para ver si serían efectivas contra la enfermedad con síntomas, el segundo resultado establecido por la OMS.
En la coyuntura actual, no sería factible medir si las vacunas previenen la infección (el primer resultado), por dos razones principales.
Primero, porque una parte considerable de los infectados por el coronavirus no presenta ningún síntoma. Y, en segundo lugar, tal estrategia requeriría un aparato y una inversión financiera absolutamente gigantescos.
“Cada estudio involucró a decenas de miles de voluntarios y, para saber si cada uno de estos participantes no contrajo el virus, sería necesario realizar pruebas diagnósticas a todos ellos durante varias semanas seguidas. ¿Te imaginas el costo de eso?”, pregunta la microbióloga Natalia Pasternak, presidenta del Instituto Questão de Ciencia, de Brasil.
La otra opción sería evaluar el poder de las vacunas frente a las condiciones más graves, que requieren hospitalización y suponen mayor riesgo de muerte.
La dificultad estaría en el tiempo de observación necesario: en EE.UU. se estima que, de cada 200 personas infectadas por el coronavirus, una muere.
Los investigadores tardarían varios meses en lograr un número mínimo de muertes suficiente para realizar los cálculos estadísticos que determinan la tasa de efectividad y, como vimos anteriormente, el plazo para crear una solución nunca ha sido tan ajustado.
En vista de las limitaciones, todos los competidores terminaron siguiendo el camino intermedio: las pruebas clínicas de la fase 3 se diseñaron para establecer cuánto protegen las candidatas a vacunas contra el COVID-19 sintomático, como se explicó en los párrafos anteriores.
Así es como muchas candidatas a vacunas avanzaron en los ensayos clínicos, fueron aprobadas o están siendo analizadas actualmente por agencias reguladoras.
Punto de inflexión
Pero aquí aparece una controversia importante en esta historia: ¿cómo se define un síntoma de covid-19?
Cada farmacéutica y cada centro de investigación estableció sus propios criterios para enmarcar lo que sería una sospecha de infección por coronavirus.
“En las pruebas de CoronaVac, Sinovac y el Instituto Butantan, por ejemplo, se instruyó a los voluntarios para que informaran de cualquier malestar que sintieran, por leve que fuera”, describe Pasternak.
Posteriormente, estos participantes se sometieron a la prueba molecular (hisopado nasofaríngeo) para saber si tenían la enfermedad o no.
“Moderna, en cambio, estableció que, para realizar tal examen, el individuo debía tener al menos dos síntomas o un signo muy claro de covid-19, como falta de aire”, agrega la especialista.
Esta diferencia, por supuesto, tuvo un impacto en los resultados de los análisis preliminares. No es exagerado especular que un número considerable de participantes que recibieron la vacuna de Moderna desarrollaron condiciones leves y moderadas de la enfermedad. Sin embargo, como no fueron sometidos a los métodos de diagnóstico, no supieron que tenían la infección.
Esta es una de las razones por las que los científicos no centran tanto su análisis en las tasas de eficacia: en el mundo real, puede ser que el 50,4% de CoronaVac se vuelva un poco más alto, mientras que el 94% de Moderna termine ligeramente reducido, y no hay problema con eso.
“Debemos entender que la vacuna no es como un medicamento con el que tratamos a una persona. La vacuna es algo que protege a la comunidad. No se puede analizar desde un punto de vista individual, sino de cómo se protege a toda una población”, explica la epidemióloga Denise Garrett, vicepresidenta del Instituto Sabin, una organización internacional sin fines de lucro que promueve la inmunización en todo el mundo.
Observaciones paralelas
Para demostrar su seguridad y eficacia, cada nueva vacuna se somete a un verdadero rito científico, que implica una serie de pasos.
“Todo comienza con experimentos en cultivos de células animales, donde vemos si las moléculas tienen potencial para funcionar en humanos”, explica el doctor Jorge Kalil, profesor de inmunología clínica de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo.
Si los resultados son buenos, el producto se prueba en humanos, en tres fases.
“Comenzamos con un número limitado de voluntarios en la fase uno y, a medida que avanza el conocimiento, evolucionamos a decenas de miles de participantes en la fase tres”, resume Kalil, quien también es director del Laboratorio de Inmunología del Instituto del Corazón (InCor), en Sao Paulo.
Las vacunas contra la covid-19 han atravesado (y siguen atravesando) esta maratón.
La tasa de eficacia sobre la covid-19 sintomática se establece precisamente en esta etapa de tres ensayos clínicos.
Pero eso no es lo único que miden los científicos: aprovechan toda la estructura para hacer estudios y mediciones “paralelas”, que se conocen como resultados secundarios.
No son el objetivo principal de ese trabajo, pero son conocimientos que también ayudan a comprender el poder de ese candidato para la inmunización.
“Además de saber que CoronaVac tenía una tasa de eficacia general del 50% contra la enfermedad sintomática, la investigación mostró una protección del 78% contra los síntomas leves que también necesitaban asistencia médica. Este fue un resultado secundario observado”, ejemplifica Kalil.
Por lo tanto, aunque se han diseñado estudios clínicos para evaluar la capacidad de las vacunas para prevenir el covid-19 sintomático, muchas de las pruebas ya indicaron que los beneficios podrían ser más prometedores.
Y esa evidencia ahora se está confirmando, con los primeros resultados de la vida real de las campañas de inmunización contra el coronavirus.
El ejemplo de Israel
Con aproximadamente 8,8 millones de habitantes, Israel fue el primer país del mundo en iniciar y expandir rápidamente una campaña de vacunación contra la COVID-19.
“El país se ha convertido en un caso de estudio perfecto, ya que está utilizando la misma vacuna [de Pfizer/BioNTech] en toda la población y aplicando las dosis a un ritmo muy rápido”, señala Pasternak.
Los datos publicados la semana pasada por el Ministerio de Salud de Israel y las farmacéuticas responsables de la vacuna revelan resultados que superan las expectativas, como la caída dramática de casos, hospitalizaciones y muertes por COVID-19.
“Los últimos análisis revelan que los individuos no vacunados tienen 44 veces más riesgo de desarrollar una infección sintomática y 28 veces más probabilidades de morir por la enfermedad”, dijeron las entidades, en un comunicado difundido a la prensa.
Nota: las pruebas de fase tres de inmunización de Pfizer y BioNTech se crearon para observar y medir la eficacia contra la covid-19 sintomática. Pero, en la experiencia de la vida real, todo indica que las dosis también son capaces de prevenir la infección (el primer elemento mencionado por la OMS) y las condiciones muy graves (el tercer elemento).
Además de Pfizer/BioNTech, las vacunas de Moderna y AstraZeneca/Oxford ya muestran efectos similares en lugares donde se aplican a gran escala.
“Esto significa que las vacunas pueden tener un impacto en la transmisión viral y, cuantas más personas estén protegidas, más difícil será para el virus encontrar a alguien vulnerable”, argumenta Garrett.
Pie en el acelerador
Hay un ingrediente adicional que exige campañas de inmunización aún más rápidas: el descubrimiento de nuevas variantes del coronavirus.
Ya se sabe que estas versiones del agente infeccioso se propagan con mayor facilidad y que incluso pueden afectar a personas que ya tuvieron la enfermedad en los meses anteriores.
Otro temor es que estas mutaciones en el código genético viral hagan que las vacunas sean menos efectivas o que incluso las dejen completamente desactualizadas.
Precisamente por eso hay que acelerar la vacunación. “Las variantes son preocupantes. Las vacunas que tenemos en este momento dan cuenta de los tipos de coronavirus que se han descrito hasta ahora. Por lo tanto, no podemos dejar margen y tiempo para que aparezcan otras versiones y se escapen de la solución que tenemos”, advierte Pasternak.
La microbióloga apunta que, además de poner un pie en el acelerador de la vacunación, es necesario invertir más en secuenciación genética y vigilancia genómica para identificar estas nuevas amenazas desde su origen, antes de que se extiendan a otros rincones.
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