Verónica Julio tenía 29 semanas de embarazo cuando la hospitalizaron por COVID-19.
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Aunque intentó evitar por todos los medios un parto de emergencia, su dificultad respiratoria forzó a los doctores a decidirse por esa opción.
Su hija, Jacinta, nació con un corazón que apenas latía, mientras ella luchaba por su propia vida. Pero ambas lograron salir adelante.
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El caso de la chilena, médico de profesión y madre de otros cuatro niños, traspasó fronteras: su foto se hizo viral en más de 15 países.
A pocas semanas de abandonar el hospital, y todavía con algunas secuelas, Verónica le cuenta a BBC Mundo su historia desde Chile, un país en el que a la fecha se han registrado 31.000 muertes por covid-19 a pesar de su exitoso programa de vacunación.
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Este es su relato en primera persona.
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“Esto partió como un resfrío.
Uno de mis niños tenía un poco de mocos pero nada muy grave. A los dos días, empezó con tos de noche y pensé que le había dado laringitis. Él se sentía mal, me decía que estaba cansado.
Después, mi segunda hija empezó a sentirse pésimo. También pensé que le había dado laringitis. Y luego la mayor empezó con dolor de cabeza.
Unos días después, yo partí con dolor de garganta. El viernes 21 de mayo, que fue feriado en Chile, decidimos ir al cerro con mi marido y los niños. Cuando íbamos a salir, les dije que no me sentía muy bien, pero fuimos igual.
Cuando llegamos, no me podía bajar de auto. Así que decidí quedarme ahí y esperarlos. A la vuelta, mi marido me dijo que tenía que hacerme un test PCR.
“¿Tú crees? Si es laringitis”, le repondí yo. “¿Te imaginas que fuera covid-19?”.
A las 3 de la mañana, de puro nerviosa, me metí a la página a ver si estaban los resultados del PCR. Actualicé el sitio web hasta que por fin aparecieron. El resultado era positivo.
Desperté a mi marido y le conté. Ahí partimos nuestra cuarentena.
Me dio un poco de nervio porque estaba embarazada. Sabía que no había riesgo para el bebé, el único era para mí, aunque igual me imaginé que algo malo podía pasar.
Me fui sintiendo cada vez peor. El domingo 23 de mayo tuve que quedarme en cama. A ratos me daban bajones, me dolía mucho la cabeza, todo el cuerpo, y necesitaba dormir.
Tres días después ya no podía levantarme y mi marido me empezó a llevar comida a la cama. Sentía el pecho apretado, me dolía la espalda.
Pensaba que quizás podía tener neumonía,pero lo trataba de negar. “No pasa nada”, me decía.
En eso, me puse un saturómetro para medir el oxígeno en la sangre. Le pregunté a mi ginecólogo y me dijo que no podía saturar menos de 95.
Con el paso de los días, me empezó a bajar a 94 y a 92. Estaba en el límite, así que contratamos un concentrador de oxígeno. Lo usaba especialmente para dormir, porque era cuando más me bajaba la saturación.
Recuerdo que el viernes 28 de mayo me fui a duchar y tuve que quedarme sentada mucho rato. Ya no me podía mover.
“Tengo dificultad respiratoria, creo que no estoy bien”, le dije a mi marido.
Me empecé a poner más nerviosa, y cuando se lo conté a unas amigas, me insistieron que por favor fuera a urgencias.
Pero yo no quería ir, porque sabía que me iban a sacar a mi bebé. Ese era mi mayor miedo.
No quería tener una hija prematura, porque suelen tener muchas complicaciones. Y esta iba a ser prematura extrema.
Pero ya no daba más.
Les dije a los niños que iba a la clínica. Me preguntaron por cuánto tiempo. “Tres horas”, les respondí.
Pero esas tres horas se convirtieron en 11 días.
“Te vamos a interrumpir el embarazo”
El doctor que me examinó, me dijo: “Tú no estás bien. Estás con dificultad respiratoria y estás embarazada. Creo que lo mejor es que te quedes”.
Estaba taquicárdica, me costaba respirar. Tenía un poco de fiebre.
En un momento dado creyeron que podía tener un trombo en el pulmón, por lo que me hicieron un escáner.
Ahí vieron que tenía una neumonía que comprometía los dos pulmones, más o menos el 25% del volumen pulmonar. Aunque no era tan grave, sí había un compromiso importante.
Pasé los siguientes cuatro días hospitalizada en la Unidad de Tratamiento Intensivo (UTI).
No podía hablar, se me cortaba la respiración. Cada día me sentía peor y me vino una tos terrible. No podía ir al baño porque me ahogaba, no quería moverme, y tenía mucho dolor de cabeza.
Una mañana me dio fiebre, alcancé los 39 de temperatura.
Cuando el ginecólogo me vio, salió corriendo para pedir que me la bajaran. Me pusieron otro remedio, me hicieron una ecografía y se dieron cuenta de que había disminuido el líquido amniótico.
El bebé ya no estaba 100% bien. Y yo iba empeorando.
Me aumentaron el oxígeno. A esas alturas, yo ya estaba desesperada, tenía mucha angustia. No quería más, no aguantaba más. Ya no daba del dolor de cabeza, no sabía qué hacer.
Hasta que llegó un doctor de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) y me dijo: “Te vamos a tener que intubar e interrumpir el embarazo antes de que sea demasiado tarde”.
Se estaba cumpliendo mi mayor miedo: que me sacaran a mi bebé.
Entonces, le dije: “Pero por qué, si yo todavía respiro. Mire, puedo respirar, estoy bien”.
Pero no había otra opción. Y bueno, lo entendí.
Sabía que los pacientes con covid-19 pueden empeorar de un segundo a otro, y si te demoras un día en reaccionar, el riesgo es muy alto.
Antes de la intubación, pedí ver a mi marido.
Cuando llegó, hablé por videollamada con los niños. Yo lloraba, me caían y me caían lágrimas. No me quería despedir.
“Los quiero mucho, les mando un beso”, les dije.
Mi marido me preguntó si quería decirle algo a mis papás. “No me voy a despedir. Dile que los adoro”, le respondí.
No alcancé a sentir miedo. Me entregué a las manos de Dios, pensé que tenía que ser su voluntad.
Mi marido me dio un beso y se fue. A mí me sacaron todo y me dejaron en una camilla sola con un rosario en la mano. No supe nada más.
“Tu hija está bien”
Desperté dos días después.
Vi que estaba en la UCI. Alguien se me acercó y me pasó un lápiz y un papel. Escribí “hora”. No sé por qué pregunté la hora.
Me dijeron que eran las 4 de la tarde del Jueves 4 de junio.
Inmediatamente después vi la cicatriz, toqué mi vientre y me di cuenta de que me habían sacado a mi bebé. Se me caían las lágrimas, me dio una pena terrible.
“Tu hija está bien”, me dijeron. Luego mi marido me mostró una foto, y yo no podía parar de llorar. Creo que estuve dos días así.
Después me enteré de que cuando mi intubaron, mi oxigenación no mejoró y que a las dos horas sacaron al bebé.
A mi marido lo dejaron entrar cuando nació. Él la quería bautizar, como un bautizo de emergencia. Se mojó el dedo, le hizo la cruz en la frente y se la llevaron rápido. Tenían que intubarla.
Él vio a un bebé prácticamente muerto. Porque la verdad es que mi hija nació casi muerta.
Estaba muy deprimida por todos los remedios que me habían puesto para la sedación; no respiraba, el corazón le latía apenas.
La reanimaban y no reaccionaba, pero era cuestión de tiempo. De a poco se fue limpiando y repuntó.
La pude conocer cuando ella tenía una semana de vida. Yo preguntaba todos los días: ¿puedo verla? Hasta que el martes siguiente (8 de junio) me dijeron que sí.
Me bañé y me preparé para ir a la Neo (UCI de los neonatales). Cuando llegué allí, tuve que preguntar cuál era mi bebé, no la conocía. Y ahí vi a un ratón chico, exquisito. Era muy chiquitita, fue emocionante verla ahí, bien.
Me la pasaron y me dio nervio. Me sentía mamá primeriza porque nunca había tenido un bebé tan pequeño, no me atrevía a tomarla.
Estuve una hora con ella. No lo podía creer que estuviera bien, lloraba de la emoción.
Después tuve que dejarla ahí y volver sola a mi casa.
En algún minuto me sentí mal porque pensé que no fui capaz de resistir; que la tuvieron que sacar apurada a ella porque yo no fui capaz de respirar. Pensé que era mi culpa.
Pero son cosas que uno piensa. Y hoy la verdad es que estoy muy agradecida.
Agradecida por la ayuda, pues se generó una ola de oración gigantesca. En más de 15 países rezaban por nosotras.
Y agradecida también de poder ver y abrazar a mis hijos, a mi marido. Cuando uno pasa por estas cosas valora lo que tiene en el día a día: poder respirar, caminar, moverse.
Si todo va bien, Jacinta debería salir del hospital en unas tres semanas más. Y ahí, por fin, estaremos todos juntos.
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