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Fue en la madrugada del vierne 4 de noviembre de 2016. En minutos, el fuego se hizo dueño del barrio. Cantagallo, ese pedazo de selva instalado frente al río Rímac, ardía como si alguien hubiese decidido borrarlo de un solo trazo. Los primeros gritos rompieron el silencio con una urgencia dramática. Gritos de “¡fuego!, ¡despierten!”, se escucharon entre las familias shipibo-konibo que salieron como pudieron.
Había llegado a Lima en el 2000, desde el departamento de Ucayali, unas catorce familias del pueblo indígena shipibo–konibo y se asentaron en la parte alta de la zona de Cantagallo, frente a la Vía de Evitamiento en el Rímac. De catorce pasaron a ser unas doscientas familias hacinadas en ese lugar con promesas de las autoridades nacionales y municipales.
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Debieron retirarse en el 2012 a un terreno propio, y dejar ese espacio para un parque municipal, pero eso nunca se concretó. Y así llegó esa fatídica madrugada del viernes 4 de noviembre de 2016, cuando un incendio, cuyo punto de inicio nunca se llegó a confirmar, destruyó sus viviendas endebles de triplay.
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Esas primeras horas del día mujeres y los hombres escaparon cargando a los niños, y otras abrazando lo único que alcanzaron a rescatar: una foto, una manta, una imagen o algo de comida. La oscuridad se llenó de pasos descalzos, oraciones, nombres que se perdían en la humareda. Nadie sabía exactamente dónde empezó el incendio; pero todos sabían que no iba a detenerse.

Los bomberos llegaron poco después, guiados por una columna de humo que se elevaba como una señal de auxilio sobre la ciudad. Pero las calles eran estrechas, los accesos imposibles, el fuego demasiado vivo. Las mangueras parecían débiles ante una llamarada que saltaba de casa en casa, alimentada por el viento y el material liviano de las viviendas.
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En el fragor del combate bomberil contra las llamaradas, un comandante se quitó el casco para secarse el rostro ennegrecido. “Esto no se apaga fácil”, murmuró, y volvió al frente, con sus colegas. Hacia las tres de la madrugada, el siniestro ya había consumido casi todo el asentamiento humano, ubicado en el distrito del Rímac, muy cerca del Cercado de Lima.

Las llamas no se reflejaban en el “río Hablador”, que parecía mudo debido al bajo volumen de agua durante esa época del año. En la ribera opuesta, algunos curiosos miraban desde el coso de Acho y el Mercado de Flores, sin entender del todo lo que ardía allí: no solo era la madera y calamina, sino un pedazo de identidad amazónica que Lima había recibido sin darse cuenta de todo. Cada explosión de gas levantaba una lluvia de chispas.
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El amanecer encontró a la zona de Cantagallo convertido en un paisaje de guerra, arrasada completamente. Donde antes había talleres de arte y murales coloridos, solo quedaban hierros retorcidos, restos de loza quebrada y un silencio deprimente.

Una mujer shipibo-konibo —rostro tiznado, cabello revuelto— buscaba entre las cenizas lo poco que el fuego le había perdonado. “Aquí estaba mi casa”, dijo, y señaló un rectángulo de tierra negra. A su lado, un niño observaba sin hablar. A media mañana de ese día, los bomberos de numerosas compañías de Lima lograron controlar el último foco.
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El fuego se apagó, pero el humo siguió flotando como una presencia trágica. Mientras, desde un extremo del terreno un grupo de hombres cantaba en lengua shipiba, despacio, con una mezcla de tristeza y resistencia… Las cifras llegarían después —436 viviendas destruidas, más de dos mil damnificados—, pero aquella mañana los números no alcanzaban para explicar lo que había pasado. Porque Cantagallo no solo se había incendiado: se había revelado a los limeños.

Por unas horas, Lima observó lo que tantas veces había preferido no ver: que la ciudad más grande del país guardaba en su centro una comunidad originaria que sobrevivía entre promesas y olvidos. El fuego, cruel como es, les dio visibilidad.
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Cuando el sol llegó al cenit, al mediodía, las familias shipibo-konibo, provenientes de la zona oriental del país, comenzaron a reunirse alrededor de lo poco que les quedaba. Entre los restos, los colores shipibos resistían como si se negaran a cederle todo el espacio al humo.
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