La sabiduría y la inteligencia
El común de la gente carece de sabiduría y erudición, pero se sostiene en base a niveles relativos de inteligencia. No utilizaré el texto de Barcia ni algún otro diccionario que me sirva de referencia, solo la experiencia de quien sorbe todo, ve todo, procesa todo y se nutre con avidez, aunque dolorosamente y a sabiendas de la validez universal de la máxima socrática, que me persigue como un látigo en el lomo frente a la tentación de la soberbia: “Solo sé que nada sé”.
La inteligencia es experimental, se puede medir en cualquier examen y se aplica aún a las reacciones elementales de los simios, los canes o los caballos. Por tanto, es un recurso utilitario, “sirve para”. El mono que alcanza el palo para tocar el banano fuera de la jaula es minímamente inteligente como el político cuya estrategia le ofrece resultados.
Nadie se jacte por tanto de un recurso universal. La erudición, por su parte, es la vastedad del conocimiento, la que se vale del prodigio de la memoria. Has leído y lees aún con avidez desde clásicos hasta modernos y de todas las disciplinas en la carrera de tu vocación humanista. Soberbio sería llamarte “erudito”, no obstante, pero la tuya es una acumulación que, aún con tramos que se disuelven entre las nieblas del olvido te ayudan a pensar mejor. El conocimiento universal o lo que Luis Alberto Sánchez denominaba la “ambición cósmica” del conocimiento, te proveerá sin que lo repares siquiera de elementos que sirvan para tu buen criterio. Balmes define este término en su clásico libro, pero lo superpone sutilmente al de inteligencia.
Y bien, llegamos a la cumbre: la sabiduría. No se espanten si les digo que un hombre rudimentario y sin lecturas, pero con la luz interior bien prendida y el misterioso discernimiento como atributo, puede ser más sabio que el mayor de los eruditos o el más sagaz o inteligente de los hombres. Un hombre sin la formación prolija de un científico, de un voraz lector o de un humanista, puede tener tal magnífica luz, que como una habilidad propia, le permite discernir el bien del mal, lo conveniente de lo inconveniente o, mejor aún, las mejores opciones que conducen a la felicidad. Es aquel que sabe ver mejor que otros la descomunal grandeza de un espíritu o la validez de un acto que quizás no sea realmente heroico ni noble.
El inteligente “sabe cómo”, el erudito “sabe mucho”, el sabio “ve” y por ver sabe ser feliz y formar a los otros para que sigan por esa senda que él bien halló. Pero en la felicidad del “saber vivir” no se agota su virtud. Tiene el espíritu amplio y profundo para albergar los sentimientos más nobles, la capacidad de trascender y de ver, de ver más allá de lo visible, de lo evidente, de lo tangible y de lo real. No se agota en las menudencias cotidianas, odia lo prosaico y solo tiene el ojo fijo en la grandeza, en lo sublime, en lo poético y en lo trascendental.
Puedes obtener un alto puntaje en las pruebas manidas y relativas de Coeficiente Intelectual y hasta jactarte con los tuyos de tu promedio o contarle a todos que tus estanterías librescas son las más provistas de la ciudad o que tus ojos ya malheridos por la presbicia de un recorrido largo lo han sorbido todo, que el Universo, el paraíso borgeano de tu biblioteca habita tus ojos y tu alma. Pero…
Pero, digo, necio será quien no aspire a cambiar todos esos atributos por una minúscula porción de sabiduría. De entre todas las cualidades y conquistas del intelecto, prefiero la sabiduría, que es luz, trascendencia, plenitud, sencillez, discernimiento y amor, pero sobre todo “ver”. Y al decir de Erasmo, al quejarse de los doctos soberbios de la fe, es también locura y por locura niñez, sencillez y alegría plena y franca. Que esta sea la virtud que la vasta experiencia y el disciplinado viaje interior les procure en algún momento de su corto o largo viaje.