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El primer detective en las páginas de El Comercio
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El primer detective en las páginas de El Comercio

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El sábado 8 de septiembre de 1888, el barrio de Whitechapel y todo el East End londinense despertaron alarmados por un asesinato cometido en la madrugada, muy similar a tres crímenes ocurridos semanas antes. En todos ellos, las víctimas, todas mujeres, tenían la cabeza separada del tronco y las entrañas abiertas. El hecho ocurrió en la casa número 29 de Hanbury Street, una calle que se extiende desde Commercial Street hasta Baker’s Row, que a su vez comunica, a poca distancia, con Buck’s Row, escenario del crimen anterior, ocurrido el 31 de agosto.

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La casa, propiedad de la señora Emilia Richardson, se alquilaba a varios inquilinos, en su mayoría gente de clase “menesterosa”, según la nota. Por esta razón, la puerta principal permanecía abierta de día y de noche para facilitar el tránsito de sus habitantes. Ese sábado, poco antes de las 6 de la mañana, John Davis, portero de la plaza del mercado de Spitalfields, bajó al patio trasero y se aterrorizó al ver el cuerpo de la mujer en el suelo, con la cabeza recostada contra la pared. El artículo detalla un corte profundísimo en la garganta y otras heridas “impublicables”. La occisa yacía de espaldas, con la ropa desaliñada y grandes coágulos de sangre a su alrededor. El asesino también había arrancado los anillos de las manos de su víctima.

La edición de El Comercio del 6 de noviembre de 1888 desarrolló con detalle la crónica roja, recogiendo muchos de los cables breves que habían llegado a la redacción esas semanas. Aunque el 27 de septiembre previo, en una carta a la Agencia Central de Noticias de Londres, el supuesto asesino confesaba sus crímenes y firmaba con un apodo, aún faltarían semanas para que su nombre se popularizara en todo el mundo: “Jack, el destripador”.

A la casa acudieron de inmediato varios agentes, entre ellos el detective Thicke, el sargento Leach y varios otros oficiales detectives. Curiosamente, este reportaje no solo trajo a los lectores los detalles de un crimen escalofriante, sino también una palabra completamente nueva para ellos. Fue la primera vez que El Comercio usaba el término “detective”, que imprimió en cursiva para señalar su origen extranjero. Esta novedad lingüística, introducida a través de un suceso tan macabro, marcaría un antes y un después en el periodismo y en el lenguaje.

El reportaje continúa narrando cómo un vecino, Timothy Donovan, reconoció el cuerpo de la mujer como Annie Siffey, que vivía en Dorset-street. Informes posteriores establecieron que su nombre verdadero era Annie Chapman, conocida con el apodo de “Annie la morena”. Era viuda, con dos hijos, de poco más de 1.50 m de estatura y de buena presencia. Durante todo ese fin de semana, una gran multitud se congregó en los alrededores. Los vecinos, incluso, hicieron su pequeño negocio alquilando ventanas a los curiosos para que pudieran ver el patio donde se encontró el cadáver.

Sin embargo, nuestra investigación no tiene que ver con la identidad de Jack el Destripador, sobre la cual han corrido ríos de tinta. Se trata, más bien, de dar cuenta del uso del término “detective”, el cual la Real Academia Española se negó por décadas a admitir en su Diccionario, hasta que terminó por ceder y le dio su visto bueno en la decimoquinta edición del diccionario académico, publicado en 1925, considerada la más relevante del siglo XX por las innovaciones que introdujo.

El término “detective”, en su sentido original, es un adjetivo inglés que significa “que sirve para la detección”, y deriva del verbo “to detect”, del latín detectus, participio pasado del verbo detergere (“descubrir”). La expresión inglesa “detective policeman” o “detective officer” terminó convirtiéndose en el sustantivo detective, que ingresó al lenguaje oficial británico en 1856. Para Ricardo Sumalavia, escritor y experto en novela policial, la palabra “detective” es uno de esos neologismos que abre una época, una novedad propia de la modernidad. “Se trata de un vocablo asociado a un método, a una ciencia, no a pesquisas azarosas. Por esa razón, en un entorno tan poco dispuesto a la modernidad desde los espacios de control y poder, como lo fue el Perú de fines del XIX y principios del XX, la palabra detective sonaba poco aplicable a nuestros pedestres crímenes”, explica.

En efecto, “detective” es una palabra inglesa que pasó directamente a nuestro idioma sin ninguna modificación, lo que causó la resistencia de la Academia. En el mundo hispánico, muchos la rechazaban, prefiriendo el término “investigador”, que, reconozcámoslo, se presta a confusiones. No es lo mismo un investigador científico o un estudioso literario que un colega de Sherlock Holmes. “Solo con la aceptación de la criminalística como ciencia, estos términos pasaron del uso literario, y de la calle, claro, a la distinguida RAE, conformada, dicho sea de paso, no por detectives, sino por comisarios. Los de antes, claro”, añade Sumalavia.