Waymer Benites Cerna tenía 64 años, hipertensión, obesidad y un compromiso absoluto con la medicina. Los hechos lo describen: en sus días de descanso, dejaba todo para atender las llamadas de sus pacientes. Cuando llegó el virus, por su edad y estado de salud, pudo quedarse en casa, pero era jefe del área de medicina general del centro de salud Santa Rosa, de San Juan de Lurigancho. “No pasará nada. Iré. No hay quien me reemplace”, le dijo a su familia.
Se contagió en los primeros días de abril del 2020. Había atendido a una persona infectada en Europa. Pronto , él empezó a sentirse mal, la saturación le bajó, la prueba dio positivo y, luego de una ligera mejoría, cayó grave. Ingresó a UCI en el hospital Almenara, pero el 8 de abril no pudo más.
Llorando, Roxana Benites recuerda a su padre como un hombre muy cariñoso con su familia y apasionado por su trabajo. Terminó la carrera cuando ya era padre. En cierta época se dividió entre el trabajo, los hijos y la universidad. Roxana sigue llorando. “Le costó mucho terminar”, cuenta. Por eso y su infinita vocación, fue un médico que dio todo por sus pacientes; incluso la vida.
–Tragedia familiar–
Dos meses después, empezaba la tragedia para la familia Marcas Valdez. Fue a principios de julio cuando don Ciriaco Marcas, de 73 años, natural de Apurímac, empezó a sentirse mal. Era el momento más duro de la primera ola. No había camas disponibles, el precio del oxígeno estaba por las nubes. Sus familiares hicieron todo lo posible y consiguieron internarlo en el hospital Rebagliati. Pero el 4 de julio del 2020 falleció sin poder ver a su familia.
Como si no fuera ya demasiada tragedia, los demás miembros de la familia Marcas Valdez también se contagiaron. Casi todos superaron la enfermedad, menos el hijo menor, Juan Carlos (39). Se negó a ser llevado al hospital; tenía mucho miedo. Su hermana, Isabel, aun enferma con COVID-19, recorrió Lima, desesperada, buscando oxígeno hasta que los pulmones de su hermano no resistieron más. Se asfixiaba al punto de no poder comer. Lo llevaron de emergencia y ahí falleció. Dejó dos hijos.
“Mi padre era una persona muy querida. Él y mi madre fueron reconocidos, porque en los 90 impulsaron la distritalización de San Miguel de Chaccrampa (Apurímac). Allá, los homenajearon por lo que hicieron en favor de su pueblo”, cuenta Isabel, que es abogada y trabaja en el Ejército del Perú. “La partida de mi papá y la de mi hermanito nos sigue doliendo”.
–Policía por vocación–
El general Julio Alejandro Mercado Castillo fue desde sus inicios en la PNP un oficial de armas destacado y muy querido. En sus días como oficial de alto grado llegó a ser agregado policial del Perú en la Embajada de México, jefe de la dirección policial de Loreto y jefe de la Dirección Antidrogas.
En los primeros días de la emergencia sanitaria asumió como director del Hospital PNP Augusto B. Leguía. Quienes trabajaron con él, como el general PNP Ricardo Trujillo, recuerdan todo el esfuerzo que puso por conseguir camas UCI y oxígeno. Sin más protección que una mascarilla y su uniforme de faena, Mercado salía del hospital para ayudar a los pacientes que llegaban graves. Dio todo.
Pronto lo nombraron director de la Sanidad Policial. Su esposa Flor Bastiand y su hija Giuliana Mercado recuerdan que en esos días trabajaba desde las 4 a.m. y hasta la madrugada del día siguiente. “Fue un oficial ejemplar en todo sentido. Sus amores eran la PNP y su familia. Era muy cariñoso”, cuenta su hija. Ella y su madre lloran. No lo superan.
El general Mercado se contagió en una entrega de camas UCI en Lambayeque. Cayó enfermo días después. Incluso enfermo siguió trabajando, pero su estado se agravó hasta su muerte. Su hija, su esposa y quienes lo conocieron lo recordarán siempre como el hombre sencillo, impecable, que nunca le negaba ayuda a nadie y que cumplió su labor hasta el último segundo.
—Un bombero eterno—
A Duilio Nicolini nadie le iba a quitar su espíritu de bombero. Desde muy joven puso el pecho en los peores incendios de Lima. A su esposa le bromeaba diciendo que su pareja oficial era su compañía de bomberos. Doña Martha Barco, su cómplice en 36 años de matrimonio, reía mucho junto a él. Lo adoraba por muchas cosas. Era muy humano, entregado, leal, recto y único como padre y esposo.
Aunque por su edad ya no cogía una manguera, Duilio Nicolini nunca dejó de ser bombero. Como inspector general dio la cara para denunciar compras ilícitas y la desatención al personal. A veces iba a los incendios a dirigir las operaciones y, poco antes de su partida, cerca de su casa ocurrió un accidente vehicular; se puso su traje rojo y acudió a prestar auxilio. Ese día, su hijo le tomó una foto capaz de quebrar a cualquiera que lo conoció: él, de espaldas, orgulloso, yendo a ayudar a la luz de un atardecer encendido. Así, Duilio partía hacia la última emergencia de su vida, una vida que vivió al límite entre incendios y emergencias, movilizado siempre por la vida de los otros.
Se había cuidado mucho en la pandemia porque padecía de diabetes, pero se contagió. Los bomberos hicieron mil gestiones y consiguieron una cama UCI. Estuvo 8 días hospitalizado. El 27 de enero del 2021 dejó este mundo. Luchó hasta el final.
El coronavirus –y nuestro indigente sistema de salud– asfixió ya más de 200 mil vidas en un año y siete meses de pandemia. Son miles de pedacitos arrancados en existencias perforadas por el recuerdo del amigo, del padre, del hijo ausente. Hay tanta lágrima derramada sobre las manos, tanta impotencia repartida en las puertas de los hospitales, tanta angustia atrapada en las gargantas de los deudos que es claro que el país no es ni será el mismo nunca más. Cada adiós sigue y seguirá doliendo.
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