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“Bipolar”: Un diálogo visual entre Rafo León y Ezio Macchione en una muestra de tensiones creativas
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En Bipolar, la muestra que reúne a Rafo León y Ezio Macchione, la galería se convierte en un territorio donde chocan dos maneras de mirar el mundo: una pictórica, impulsiva y cromática; otra fotográfica, contenida y rigurosa. La apuesta funciona no por la idea psiquiátrica que sugiere el título, sino porque en la práctica —y de manera profundamente metafórica— todo arte oscila entre fuerzas que se oponen, se ignoran y, aun así, se complementan. La exposición celebra esa libertad creativa y también la intensidad emocional que emerge cuando dos disciplinas deciden enfrentarse para generar una “tercera cosa” que no pertenece a nadie, pero que ambos artistas alimentan.
Para León, que transita entre la figuración deshecha y las sombras de un mundo interno indócil, la pintura no refleja nada, porque no se propone reproducir una realidad que él mismo duda que exista. “Mis pinturas expresan, no representan —afirma—. Los contenidos que llevo dentro no se manifiestan con palabras sino con chispazos de color y figuras distorsionadas, casi como aparecen los objetos en los sueños”. Ese es el punto de partida: una visualidad que prescinde del espejo y que se alimenta del impulso, de la memoria parcial y del vértigo emocional.
En contraste, las fotografías de Macchione, todas en blanco y negro, del mismo formato y rigurosas en su montaje, se acercan al espectador desde un lugar opuesto: quietud, precisión, serenidad. Ese contraste es, precisamente, la chispa que originó Bipolar. Las imágenes de Ezio nacen en la tradición primordial de la fotografía —la hegemonía del blanco y negro—, mientras las pinturas de Rafo pertenecen a un linaje más remoto: el color como intuición fundacional del arte. El diálogo, o más bien la fricción, ocurre en el espacio entre ambos: fotografías enmarcadas, contenidas, frente a pinturas sin marco, desbordadas y desiguales. Al caminar entre las salas, cada pared parece defender un idioma estético distinto, pero el ambiente se carga de algo que no pertenece a uno ni a otro: una vibración invisible que —como dice León— funciona como “una corriente que une lo que no comulga”.
En lo cromático, su relación con el color no parte de la realidad objetiva: su daltonismo vuelve imposible copiar una paleta externa. Lo que llega al lienzo no pretende retratar, sino interpretar. Así, el significado no se localiza en un elemento —el color, la forma, la composición—, sino en su conjunto: en aquello que el observador reconstruye como sentido. “El determinante para el significado es la mirada del observador”, afirma. La obra no termina cuando se cuelga; se completa cuando alguien se detiene frente a ella, cuando esas figuras tensas y casi narrativas encuentran una conciencia que las reciba. Luis Lama, autor del texto curatorial, resume bien esta idea: la obra cierra su ciclo solo cuando es observada.
Y, en efecto, hay algo narrativo en la pintura de León. Su formación en letras infiltra las telas: las figuras, los fragmentos de objetos y las atmósferas parecen avanzar en secuencias, como si cada cuadro insinuara un capítulo. La vieja disputa entre figuración y abstracción pierde sentido aquí: ambas nociones se han ido desdibujando desde que la fotografía y la pintura renunciaron a la representación estricta. “No queda elemento objetual que sobreviva intacto al proceso de creación”, explica. Lo que aparece en sus obras está al servicio de una idea mayor, de un orden interno que ya no responde a la distinción entre lo real y lo imaginado.
El contrapunto de Macchione introduce otro registro: la fotografía como herramienta que, lejos de limitarse a lo visible, también inventa. No es un retrato fiel del mundo, “ni siquiera en las fotos de pasaporte”, dice León con ironía. Las imágenes de Ezio, contenidas y elegantes, también interpretan la realidad, pero lo hacen desde la disciplina y la contención, en oposición al caos deliberado de la pintura. Ese choque disloca al espectador: es imposible habitar las salas sin sentir que entre ambos lenguajes se produce una tensión fértil, elástica, casi eléctrica.

Esa tensión se manifiesta incluso en las ideas de orden y caos. León, marcado por las enseñanzas de Cristina Gálvez, aprendió a construir figuras que no se caigan, cuerpos que sostengan su presencia sin artificios. Pero esa estructura —ese orden mínimo que sostiene la forma— no se opone al caos, sino que lo convoca. “Nunca me han gustado las cosas bonitas”, confiesa. Prefiere lo brutal, lo escatológico, lo que incomoda. El caos, entonces, no es una amenaza, sino un modo de existencia estética.
La exposición también plantea una pregunta más amplia: si la realidad es una construcción arbitraria, ¿qué parte del creador se revela en la obra? León rechaza la idea de que el arte sea una confesión íntima. No hay revelación ni ocultamiento: la pintura no funciona como autobiografía. Pero sí existe un repertorio de experiencias que inevitablemente filtra la mirada de quien crea. Y, a la vez, existe un límite: la obra no le pertenece por completo. “La pieza se completa con el espectador”, insiste. La lectura del otro es la que fija el cierre del proceso.
Quizá por eso Bipolar funciona tan bien: porque su esencia descansa en la coexistencia de dos miradas que, aun enfrentadas, necesitan al espectador para generar sentido. La fricción entre lo tangible —la forma, la técnica, el soporte— y lo imaginado —la emoción, la memoria, el relato interno— es el espacio donde el arte existe. “Todo en la experiencia humana demanda esa tensión”, afirma León. Pensar solo en la silla nos devuelve un objeto inerte; pensar solo en la idea nos deja caer al suelo. En Bipolar, esa dualidad se hace visible: se vuelve espacio expositivo, respiración estética, gesto compartido entre dos artistas que, al unirse, muestran que incluso lo contradictorio puede dialogar.
La muestra no busca resolver esa tensión, sino celebrarla. Las fotos de Macchione y las pinturas de León no se reconcilian: coexisten. Y en esa coexistencia —orden y caos, precisión y desborde, blanco y negro contra color turbulento— el visitante descubre lo que la exposición propone desde su título: que el arte, por naturaleza, es una forma de bipolaridad luminosa. Una fuerza doble que revela, distorsiona, imagina y, finalmente, nos enfrenta a esa “tercera cosa” que solo existe cuando dos lenguajes atraviesan un mismo espacio.
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