Bajo el manto gris de un cielo envenenado, once millones de personas son declaradas en cuarentena. Autopistas bloqueadas, aeropuertos cerrados, el metro ha sido enrejado. La aplicación Didi, el Uber local, dice que no hay conductores disponibles. Nadie puede entrar, salir ni movilizarse dentro de la ciudad. En la siguiente toma aparece un microscopio y luego una biomolécula. El locutor dice que esa es la cepa 2019-nCoV. Que anidó primero en un murciélago, luego pasó a un camello y después infectó a un humano. Que en este instante acaban de subir a 20 los muertos. Que ya son 900 los infectados. Que su avance es inminente. La enfermedad no conoce fronteras, dice.
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No es el guión de una película, es lo que está pasando ahora mismo en Wuhan, capital política, económica, financiera, comercial, cultural y educativa de China central. Un video publicado en la red social Weibo mostraba cadáveres y enfermos hacinados en un hospital de la Cruz Roja. El gobierno chino lo borró inmediatamente, torpeza gracias a la cual logró encumbrarlo a ‘trending topic’ mundial en Twitter. El video de un virus viralizándose en Internet, ironía de estos tiempos. Si alguien estornuda, a los demás les toca rezar.
Agentes patógenos
Será este mismo acto reflejo convulsivo —expulsión de aire pulmonar por irritación de la mucosa nasal; el virus se disemina mediante el lanzamiento de vectores en el aire— el ‘leitmotiv’ que encontró Elia Kazan para rodar “Pánico en las calles” (1950), melodrama que pretexta una peste neumónica sobre Nueva Orleans y genera el lucimiento técnico del director: la película es una verdadera lección de expresionismo alemán y neorrealismo italiano. Además, demuestra cómo los diferentes usos del claroscuro inciden directamente sobre la carga emotiva del cinéma vérité.
Más realista será la spilbergiana “Aracnofobia” (1990): un entomólogo tiene la pésima idea de llevar a EE.UU. una extraña tarántula venenosa que empieza a morder a diestra y siniestra, encuentra novia, se reproduce, muta y mata. Bajo su sombra se reproducirá una insufrible serie de patógenos —hormigas, abejas, murciélagos, garrapatas y hasta babosas asesinas— hasta encontrar en la compleja y futurista “Doce monos” (Terry Gilliam, 1995) a ese viajero del tiempo que investiga el origen de un virus que ha obligado a la humanidad a vivir bajo tierra.
Probablemente “Perfect sense” (David Mackenzie, 2011) y su imperiosa apuesta de amor —mientras los humanos van perdiendo olfato, gusto, oído y vista— resulte demasiado poética para semejante apocalipsis. Pero es más conmovedora que la suficientemente monocorde saga de zombies generados por virus y proyectados en streaming: “Resident evil” de Paul Anderson, 2002; “Soy leyenda” de Francis Lawrence, 2007; “Tren a Busan” de Yeon Sang-ho, 2008; “Guerra Mundial Z” de Marc Forster, 2013; “Cargo” de Ben Howling y Yolanda Ramke, 2017; y “A ciegas” de Susanne Bier, 2018.
Amenazas a la supervivencia humana por una súbita infertilidad femenina (“Hijos de los hombres”, 2006) alternan con ficciones basadas en las diez plagas de Egipto (“Prueba de fe”, 2007), el virus reaper (“Doomsday: El día del juicio”, 2008), cepas letales de murciélago y cerdo (“Contagio”, 2011), la gripe aviar (“Virus”, 2013) y ese dramático viaje que emprende National Geographic hasta el corazón del África para encontrar los orígenes del ébola (“The hot zone”, 2019) completan una selección fílmica necesariamente arbitraria, aunque fundamental.
La enfermedad de Venus
Literariamente, parece que la cosa empieza cuando las bíblicas aguas del Nilo se convierten en sangre, hordas de sapos, moscas, mosquitos y piojos invaden Egipto, la peste extermina a los animales, una lluvia de hollín provoca úlceras y sarpullido, le sigue otra de fuego y granizo antes de que un viento enfermo arrastre un ejército de langostas hambrientas. Luego Jehová dictará tres días de oscuridad y sentenciará a muerte a todos los primogénitos de la zona. En “El Decamerón” (1351) Boccaccio empezará replicando la peste bubónica y Daniel Defoe en “Diario del año de la peste” (1722) recreará de manera electrizante la epidemia que devastó Londres en 1664.
En “La máscara de la muerte roja” (1842) un implacable Poe enfrentará a la muerte, esa que produce hematidrosis (sudores de sangre). Antes, Mary Shelley había proyectado “El último hombre” (1826) en un futurista año 2073 arrasado por una extraña pandemia para criticar el aislamiento y falso humanismo que trajo la Ilustración. Jack London viaja un año antes, hasta 2072, para narrar la decadencia humana a partir de los sobrevivientes de una pandemia en “La peste escarlata” (1912). Para que luego Somerset Maugham tome un verso de Shelley y convierta a “El velo pintado” (1925) en una lección moral en medio de la plaga de cólera que azota China.
Años después, Albert Camus se servirá de una pandemia en Argelia para licuar densidad existencial, teoría del absurdo y trama kafkiana hasta convertir a “La peste” (1947) en un clásico universal. Ya en plena guerra fría, ese bisoño fabricante de ‘tecno-thrillers’ llamado Michael Crichton contaminará una sonda espacial con virus extraterrestre en “La amenaza Andrómeda” (1969). Mientras, Fermina y Florentino disfrutan de su luna de miel atravesando un río cuyas orillas han quedado deforestadas y sus pueblos diezmados a causa de una deshidratación crónica porque ‘el amor se hace más grande y noble en la calamidad’, como escribe García Márquez en “El amor en los tiempos del cólera” (1985).
Menos mágico y más realista, Stephen King en “Apocalipsis” (1990) convertirá una epidemia gripal de laboratorio en un arma bacteriológica y José Saramago metaforizará a los invidentes para denunciar esta sociedad egoísta y desencajada (“Ensayo sobre la ceguera”, 1995). Philip Roth hará lo propio en “Némesis” (2010) a partir de una espantosa epidemia de polio que amenaza con mutilar a los niños de Newark. Y así hasta el infinito: todas las fantasías retóricas se desmoronan cuando aparece la enfermedad, esa inevitable compañera portadora de desconcierto, crueldad, miedo y dolor.
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