Ilustración: El Comercio.
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José Carlos Yrigoyen

Un hombre robusto y alopécico sobre un estrado soltando mueras a sus enemigos entre arengas patrióticas: lo primero que uno piensa frente a tal espectáculo es Esto lo he visto antes en alguna parte. Luego sobreviene la irresistible tentación de calificar de fascista al interfecto. Sin mucho rigor, esta palabra suele ser arrojada a quienes exhiben sin rubor su conservadurismo prejuicioso, sus elogios a la mano dura, la inclinación por tiranías que proponen el orden como fin justificante de sus medios. Es verdad que todo ello corresponde a lo que el fascismo encarna, pero no alcanza para definirlo con parámetros ideológicos suficientes y precisos.

Como atenuante, debemos decir que ni siquiera los fascistas primigenios tenían claro su programa. Cuando en los años treinta algunos de sus líderes europeos se citaron para fundar una Internacional que desafiara a la Komintern, las discrepancias que existían entre ellos derivaron en el fracaso del proyecto. Lejos de pretender echar luces definitivas sobre aquella vieja discusión, esta columna ofrece tres perspectivas literarias que abordan el fascismo desde sus rasgos más pronunciados.

El culto al hombre fuerte. Antonio Scurati (Nápoles, 1969) ha materializado una hazaña de esas que exigen años de maniática investigación, versátil pluma y osada visión histórica. “M. El hijo del siglo” es un volumen monumental que bebe de las aguas de la ficción y del ensayo, ofreciendo, gracias a esa conjunción, un impresionante mosaico sobre la personalidad de Benito Mussolini, figura que aún significa una cuestión irresuelta para sus paisanos (sus admiradores nunca estuvieron ausentes en la cocina política italiana de la posguerra). El libro ha sido acusado de contribuir a la mitificación del Duce, de ser inquietantemente objetivo, peligroso en su neutralidad. Más bien, Scurati ha eludido cualquier trato paternalista con el lector para que tome su propio camino entre el profuso bosque de documentos, testimonios y versiones que construyen la imagen de un caudillo perspicaz, físicamente imponente, sentimental, astuto, y que con esas armas consiguió la devoción de un pueblo que anhelaba ser grande de nuevo. En la línea de la memorable “HHhH” de Laurent Binet (autor también de esa decepción titulada “Civilizaciones”), la rigurosidad de los hechos se empareja con una tensión psicológica que muestra a Scurati como prodigioso arquitecto de personajes. Es el caso del trágico Giacomo Matteotti, todo un logro en sí mismo.

La mentira como método. Que los nazis fueron maestros consumados de las fake news lo sabemos, pero una faceta poco conocida al respecto es la dudosa glorificación de sus partidarios muertos. Ante este vacío, el profesor Jesús Casquete ha publicado un imperdible ensayo, El culto a los mártires nazis, que perfila una de las metas del régimen hitleriano: la concreción de un “hombre nuevo” que, despojado de cualquier lirismo, se reducía a un engranaje desechable cuya destrucción era un aporte sustancial a la causa; lo enfatizaba inequívocamente la frase que Goebbels había robado a Goethe: “Sobre tumbas, pero avanzamos”. La idealización del caído llegó al punto que Casquete moteja a sus impulsores de “emócratas”, capaces de fabricar sacrificios heroicos de las bajas producidas a sus tropas de asalto. En las elegías funerarias casi siempre los morituris expiraban dedicando “sus últimas palabras a recordar y exaltar al movimiento”. Uno de los mártires más ensalzados fue Horst Wessel, que, en la propaganda oficial, como el Cid Campeador, seguía luchando después de muerto, integrando uno de los grupos de combate de las SA. La victimización del criminal y la divinización de quien se inmola ciegamente por el Fuhrer, son dos de los pilares del lavado de cerebro al que el pueblo alemán fue sometido durante aquella negra etapa.

La negación del diferente. “No hay nada más parecido a un fascista que un burgués asustado”, aseguraba Bertold Bretch. Marcia Tiburi (Vacaria, 1970), coincide con él y a partir del miedo que llegó a erigir como presidente de su país a Jair Bolsonaro escribió ¿Cómo conversar con un fascista? Tiburi nos advierte que el resurgimiento de un autoritarismo lindante con el fascismo se transparenta en nuestros actos más imperceptibles y cotidianos, en el odio anónimo vertido en las redes sociales, en todo lo que nos simplifica e involuciona. Como antídoto propone el “desafío de la alteridad”: un diálogo elevado y sereno, a pesar de que estas épocas ruidosas no son las más propicias para ello. El hecho de que se haya difundido la noción de la “destrucción de conocimiento como deseo de descubrimiento” complica todavía más las cosas. Tiburi debió exiliarse tras la publicación de su ensayo por la intimidación de la que fue objeto por distintos grupos extremistas; prueba palpable de que la amenaza existe, ataca y no será fácil vencerla.

Antonio Scurati. M. El hijo del siglo. Alfaguara, 2020. 819 pp.

Jesús Casquete. El culto a lo mártires nazis. Alianza Editorial, 2020. 384 pp.

Marcia Tiburi. ¿Cómo conversar con un fascista? Akal, 176 pp.

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