En un aviso publicado en El Comercio del 20 de mayo de 1845 se leía: “Se alquila en la chacra nombrada Orbea en el pueblo de la Magdalena, a personas decentes, los altos de la casa de dicho fundo: tiene suficientes y muy capaces habitaciones, y están decentemente amuebladas. A más, tiene un huertecito para recreo. En esta imprenta darán razón”. En esta casa de Orbea nació en 1922 el ilustre historiador José Agustín de la Puente Candamo, quien nos ha dejado unas Memorias de infancia y juventud publicadas este año en que se conmemora el centenario de su nacimiento. El libro nos permite conocer muchos detalles de la vida cotidiana en la casa hacienda, en la que su autor falleció en 2020. La edición es impecable y ha estado a cargo de sus hijos José, Manuel y Juan Pablo. Contiene, además, fotografías estupendas, de gran valor testimonial de una época y un estilo de vida, y algunas de ellas son de singular belleza.
Hace cien años había más de treinta casas hacienda en el valle de Lima. Casi todas esas nobles construcciones han desaparecido con el crecimiento de la ciudad y la de Orbea es la única que se mantiene en pie habitada por los descendientes de sus propietarios desde la época virreinal. El libro refleja el aprecio de una persona y de una familia, en diversas generaciones, hacia una casa que tiene más de 250 años de existencia y que ha sido adecuadamente conservada. José A. de la Puente refiere que su vocación por la historia nació en el ambiente hogareño, al escuchar relatos sobre sus antepasados y al percibir el cariño de sus padres hacia la casa familiar. Afirma que una casa no está conformada solo por sus características materiales sino que, además de eso, “es una memoria, un espíritu, una nostalgia; es el conjunto de múltiples recuerdos, de momentos felices, de parientes muertos muy queridos, de amigos que la visitaban con frecuencia. La casa es, de otro lado, la memoria inefable de conversaciones que ya no se escuchan; es un espíritu, una continuidad histórica; es la expresión material que encierra el aliento de la familia, de las distintas generaciones que en ella encontraron seguridad y afecto. La casa es la forma material del hogar; a la postre, la casa se identifica con la familia: la casa es espíritu”.
Las memorias no se refieren solo a la vida en Orbea, sino también ofrecen una sugerente visión sobre Lima en las décadas de 1930 y 1940 del pasado siglo. A través de sus interesantísimas páginas podemos conocer la fisonomía de la ciudad en esos años, la vida cotidiana en sus aspectos más diversos: los medios de trasporte, donde los tranvías jugaban un rol importantísimo, los restaurantes del centro y lugares de esparcimiento, las actividades comerciales concentradas en el Jirón de la Unión, los médicos más afamados, los hospitales y clínicas que por esos años eran muy pocas; igualmente el papel de la mujer en esos tiempos. Leemos también con pena los lamentables casos de destrucción de importantes edificaciones antiguas en aras de una falsa modernidad, como se hizo en la Plaza de Armas. Hay igualmente un recuento de importantes sucesos nacionales de la primera mitad de la pasada centuria. Por ejemplo, la violencia desatada después de la caída de Leguía, el magnicidio del presidente Sánchez Cerro, la trágica muerte de Antonio Miró Quesada y su esposa María Laos, el terremoto de 1940, todo esto visto desde la perspectiva de un niño que se abre a la vida y sufre con las congojas de su patria.
Personalmente, me ha interesado leer el capítulo referido a la época de estudiante de José Agustín de la Puente Candamo en la Universidad Católica. Es un vívido relato del origen y desarrollo de esa Casa de Estudios y de su experiencia como alumno de José de la Riva Agüero, Víctor Andrés Belaúnde, el Padre Rubén Vargas Ugarte, al igual que profesores de menor edad como Javier Pulgar Vidal, Pedro Manuel Benvenutto Murrieta o Guillermo Lohmann Villena. Más tarde miles de jóvenes, entre ellos yo y años después mi hija Adriana, escuchamos sus lecciones sobre Historia del Perú en la Facultad de Letras de la Universidad Católica. Algunos ingresamos posteriormente al Seminario de Historia del Instituto Riva Agüero y puedo dar cumplido testimonio de la generosidad de José Agustín como maestro, de su rigor como historiador y de su profundo amor por el Perú cristiano y mestizo. No puedo hablar del Instituto Riva Agüero sin recordar también a un personaje entrañable, don Víctor Andrés Belaúnde. Él y José Agustín de la Puente Candamo fueron piezas fundamentales para dar vida y continuidad a esa prestigiosa institución académica. Este artículo es mi homenaje a José Agustín de la Puente Candamo. Con este libro nos ha dado una lección póstuma que siempre recordaré.