La redención del hombre en llamas  - 3
La redención del hombre en llamas - 3

Mañana, cerca de la medianoche, mientras la mayoría de peruanos estemos durmiendo o dando vueltas en la cama ante la inminencia de una nueva semana de ocupaciones en la Tierra, dos horas antes según los husos horarios pero al mismo tiempo, arderá un templo. Ocurrirá a casi 5.900 kilómetros de Lima, en el centro de una ciudad que en realidad no existe, en el centro de un desierto, en el centro de Estados Unidos. No se trata de una construcción añeja —lleva apenas unas semanas en pie— ni pertenece a ninguna religión. No será una acción terrorista. No habrá víctimas. Es más, le prenderán fuego quienes hasta pocas horas antes se reunieron bajo su artesonado en busca de consuelo y sanación. Muchos se abrazarán, llorarán, rezarán, cantarán mientras las lenguas de fuego se eleven a los cielos de Nevada, frente a las miles de personas que este año acudieron al festival . Con las paredes y los techos de esta especie de pagoda de madera se desvanecerá también su contenido: cartas, tarjetas, prendas de vestir, botellas, fotografías, juguetes, cenizas de quienes ya no están, recuerdos del pasado, de un pasado que se niega a dejar a los que aún extrañan a sus seres queridos. Cuando la estructura de 25 metros se haya convertido en rescoldos y las ofrendas disuelto en el éter, muchos de ellos, quizá la mayoría, experimentarán una forma de alivio derivada de una liturgia que pretende ayudarlos a liberar sus tensiones, a cerrar un ciclo. La pena quedará, seguro, pero la idea es que logren ser capaces de vivir con ella. Así podrán, por ejemplo, integrarse esta misma noche a la locura jaranera de las últimas horas del festival.

Se dirigirán junto al resto —danzantes, gente disfrazada, pintada o calata, a pie o en bicicletas o a bordo de vehículos temáticos delirantes, miembros de todas las culturas urbanas que se puedan imaginar— hacia el otro extremo del lago seco donde han convivido durante días, y formarán parte de otro ritual, uno menos solemne pero igual de sobrecogedor que se viene dando desde hace exactamente 30 años, y que le ha dado identidad al encuentro: el incendio también deliberado de una figura humana de 13 metros de altura. 

Cuando ya sea la madrugada del lunes, todos, los dolientes y los festivos, los vivos y sus recuerdos abandonarán la ciudad provisional de Black Rock para regresar a sus casas, a sus vidas. A una nueva semana de ocupaciones en la Tierra.

En su clásico “La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento”, el ruso Mijaíl Bajtín explicaba que el carnaval “está situado en las fronteras entre el arte y la vida. En realidad, es la vida misma, presentada con los elementos característicos del juego. Ignora toda distinción entre actores y espectadores […] que no asisten, sino que lo viven, pues este está hecho para todo el pueblo. Durante el carnaval no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible escapar, porque este no tiene ninguna frontera espacial. En el curso de la fiesta solo puede vivirse de acuerdo con sus leyes, es decir, con las leyes de la libertad”. Y que estas fiestas “ofrecían una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no oficial, exterior a la Iglesia y al Estado; parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda vida a la que los hombres pertenecían en una proporción mayor o menor”. 

Algo de ese deseo de habitar aunque sea por un tiempo un mundo al revés y pagano fue lo que animó a los creadores de Burning Man desde su prehistoria, en las orillas nudistas de Baker Beach, en San Francisco, gran epicentro contracultural. Ahí, un grupo de jipis y artistas se reunía cada año a celebrar la vida durante el solsticio de verano, pero fue recién en 1986 cuando a Larry Harvey y Jerry James se les ocurrió diseñar, construir y luego incendiar una figura humana de dos metros y medio ante una veintena de participantes. Hay quien cree que se basaron en las hogueras de las fiestas de San Juan, o que tomaron la idea de las hermosas fallas valencianas. Lo cierto es que nunca explicaron los motivos. 

Al año siguiente ya eran 80 individuos y quemaron un muñeco de poco más de seis metros. (Los de 2011 y 2014 alcanzaron los 32 metros). En 1990 les prohibieron hacer fuego en un lugar tan concurrido, y la estatua se salvó por unos meses. Resulta que Harvey y James habían inspirado a otra dupla que preparaba un evento artístico en medio de ninguna parte, en el desierto de Nevada, donde pensaban quemar esculturas e instalaciones sin dañar a nadie. Y para allá se fueron, logrando fusionar ambos festivales: el hombre ardió por primera vez en Black Rock City, una zona franca “exterior a la Iglesia y al Estado”. Una ciudad que desde entonces se levanta, vive durante una semana, y se extingue entre agosto y setiembre de cada año, sin dejar ni un rastro en la arena. 

Aquella primera vez de 1990 sus habitantes fueron 120, que no pagaron nada para asistir. Ahora mismo se encuentran reunidas bajo el sol y las tormentas de polvo más de 70 mil personas que pagaron 390 dólares por su derecho de ciudadanía, más otros 80 por cada vehículo que los condujo hasta ahí. La pregunta es, claro, por qué.

Y porque es divertido. Porque todos tenemos derecho a hacerle un hueco a la cotidianidad. Porque la gente a veces busca olvidarse un poco de quién es, de las obligaciones que tiene, la presión de la adultez en medio del sueño americano, devoto del exitismo capitalista. Porque permite conocer gente, arte, música distintas. Porque desde siempre el hombre de casi todas las culturas se ha tomado unas vacaciones de la coherencia, es decir, ha celebrado el carnaval.

El antropólogo Raúl Castro explica: “Es una peregrinación de sanación espiritual para mucha gente estresada con el estilo de vida de alta productividad y búsqueda de resultados de los grandes conglomerados urbanos, un ‘tiempo de descompresión’. En ese contexto, los peregrinos marchan hacia lo que en antropología llamamos una ‘epifanía’, una  brecha en el tiempo y el espacio que les dé la experiencia de visión amplia, oceánica, de su vida, y que les devuelva un centro de gravedad. Es un clásico de los rituales comunitarios: la gente peregrina buscando un centro ordenador: la Meca, Jerusalén, etc. Cuando llegas al tiempo de descompresión, realizas actos para propiciar la experiencia de orden. O ‘reorden’, como construir un muñeco colectivo pero también tuyo que luego quemas ofreciéndolo como ofrenda”. 

Una vez que se ingresa a Black Rock, los ‘burners’ se avienen a cumplir con un decálogo que incluye preceptos como la inclusión radical (todo el mundo es bienvenido), el intercambio de favores y servicios (el dinero está prohibido), la autoexpresión y el respeto, el esfuerzo comunal y la participación, y la erradicación final de cualquier rastro o desperdicio (donde fuego hubo, no quedarán ni cenizas). Hay que llevar alimento y algo que dar: desde galletas hasta masajes; clases de tango o consuelo; talleres de carpintería o drogas. Lo que sea. Las personas, solas, en grupos de amigos o familias, se acomodan en carpas o casas rodantes que se distribuyen en manzanas y calles casi imaginarias sobre el baldío. Cada quien puede hacer lo que, cuando y con quien quiera, siempre que sea de mutuo consenso; pasear a pie de un “barrio” a otro, charlar con personas de todas partes, treparse a un bus reconvertido en dragón que arroja fuego o barco pirata, participar de la construcción de las muchas y fascinantes piezas de arte efímero, bailar todas las noches en raves colosales, hacer el amor o, también, recogerse en el templo: siempre encontrará ahí alguien que le estreche las manos.

Por supuesto, un evento de estas características no podría mantenerse indemne de críticas y controversia. Estas vienen de los dos extremos de la oposición: por un lado, junto a ecologistas y fuerzas del orden están quienes consideran la ciudad una sucursal de Sodoma, y ciertamente el espíritu del festival permite los psicoactivos y las más diversas ingestas, el sexo libre, la desnudez, la locura, todo lo cual ha representado, lamentablemente, denuncias de violación, robos, sobredosis, muertes por deshidratación y agotamiento y accidentes varios. Por el otro lado, no son pocos los que acusan la “comercialización” de una fiesta que nació austera, comunitaria y alternativa, y que hoy reporta ganancias corporativas por taquilla, auspicios, derechos de filmación y hasta franquicias: desde el 2014 existe una versión argentina, y es solo el comienzo de la expansión. Algunos de sus fundadores, como John Law (de la pareja que comenzó en el desierto), no solo renunciaron a su participación como protesta, sino que han demandado que el festival completo sea de dominio público. Un artículo publicado en el “New York Times” reveló que el espíritu inclusivo del festival no le hace ascos a ciertos millonarios de Silicon Valley que llegan en aviones privados directamente a sus mansiones prefabricadas, con aire acondicionado y cocineros, en una especie de competencia de quién es a la vez más progre y derrochador. 

Una mujer que se presenta como ‘Absinthia’ ha asistido 14 veces al festival, y siempre ha disfrutado la experiencia. Sin embargo, sabe que esta vez todo será distinto, pues a principios de julio su novio murió viajando por Europa. Dice que la única palabra que describe su sentir de este tiempo es ‘pérdida’. Durante la semana que está acabando ha realizado distintas actividades de voluntariado, pero ha pasado la mayor parte del tiempo recluida en el templo de madera, que a diferencia de otros años, no tiene nombre (anteriormente se ha llamado “de la mente”, “de las lágrimas”, “de las estrellas”, “de la esperanza”), recibiendo el consuelo y los abrazos de sus amigos. Lleva consigo una cajita con las cenizas del amado, que coloca en una repisa, entre la foto de un pastor alemán, una carta de varias páginas escrita por un hombre abandonado por su mujer y una imagen en 3D de un bebe no nacido. El templo, dice Raúl Castro, “es el espacio donde la gente se va a ‘curar’, donde trata de reacomodar algo que se terminó de romper. Entonces realiza un ‘pago’ especial por reconstitución. La pérdida, dice Avery Gordon, es una forma de presencia. Esas presencias —de ausencias— son demasiado fuertes, inquietan y frustran. Por eso tienen que reconstituirse con elementos materiales como fotografías u objetos queridos o cenizas”.

“Está bien, tengo sus cenizas conmigo —dice Absinthia—. Haré duelo por mi amor, sentiré que no pasaré con él el tiempo suficiente en el templo. La del domingo será una quema insoportable para mí, pero no se trata de lo que quiero, sino de lo que necesito. Y el Burning Man siempre me lo da”. Se refiere al momento en que las llamas se lleven todo, transformen todo; cuando vuelvan a reunir lo terrenal con lo sagrado, y disuelvan tanto dolor en el cielo. Alrededor, la vida seguirá.
Gracias por el fuego.
 

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