Por Rafael Mathus, “La Nación”, Argentina/GDA
WASHINGTON. Hace cuatro años, Donald Trump se fue de Washington como un paria político. Atrás dejó un país exhausto y arrasado por una pandemia, la peor crisis económica desde la Gran Depresión, una violenta ola de protestas contra el racismo por el asesinato de George Floyd, dos juicios políticos, y un intento por impedir el traspaso de gobierno a Joe Biden que culminó con el asalto trumpista al Congreso el 6 de enero de 2021. Trump se fue en soledad, dándole la espalda a todos, sin reconocer su derrota y sin asistir a la jura de Biden, caído en desgracia, con su popularidad por el piso y la desaprobación más alta de toda su presidencia, un hito que, hasta ese momento, sólo ostentaba Richard Nixon, el único presidente en la historia que renunció.
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Cuatro años después, Trump prepara su regreso triunfal a Washington, vindicado por su rotunda victoria en la elección presidencial ante la vicepresidenta Kamala Harris, fortalecido como nunca, y sin límites o ataduras para afrontar con total libre albedrío su próximo –¿y último?– acto en la Casa Blanca.
El desquite de Trump y su retorno al poder cierra un capítulo político singular, sin parangón en la historia mundial. Tras las derrotas en las elecciones de 2018 y 2020, y un resultado decepcionante para los republicanos en 2021, Trump parecía caminar hacia su ocaso político. El Grand Old Party le dio la espalda, y se puso a buscar un heredero. Trump comenzó a desfilar por los tribunales y a sangrar apoyo político. Pero nunca desistió de su revancha. Al final, se impuso a todo. Trump sobrevivió dos intentos de magnicidio durante la campaña, logró sortear escándalos en sus negocios, todas sus causas judiciales, incluida la condena en el juicio por el pago a la actriz porno Stormy Daniels en Nueva York, derrotó –una vez más– a todos sus rivales en las primarias del Partido Republicano, y después a los dos candidatos presidenciales demócratas, primero, a Biden, en el debate que puso punto final a su candidatura y su reelección, y luego a Harris en la elección general del 5 de noviembre.
Esta vez, y a diferencia de 2016, Trump ganó ahora con autoridad. Ganó el voto popular –el primer candidato republicano en lograrlo en 20 años–, ganó en los siete estados pendulares, o “swing states”, que decidieron el colegio electoral y la presidencia, amplió su coalición, corrió el mapa de Estados Unidos a la derecha, y dejó al Partido Demócrata sumido en la incredulidad, dividido, en busca de respuestas y de una nueva identidad. La revista TIME volvió a elegirlo persona del año por “liderar un regreso de proporciones históricas” e impulsar “un realineamiento político único en una generación”. Y, por primera vez desde que se lanzó a la política en 2015, Trump logró convertirse en un político popular: más norteamericanas lo ven ahora de manera favorable que desfavorable, según el promedio de sondeos de imagen de RealClearPolitics.
“Una de las grandes diferencias con el primer mandato, en el primer mandato, todo el mundo se peleaba conmigo”, dijo Trump esta semana, en su primera conferencia en Mar-a-Lago desde que ganó la elección, al hablar de una cena con el CEO de Apple, Tim Cook. “Este mandato, todo el mundo quiere ser mi amigo. No sé. Mi personalidad cambió o algo así”, cerró.
Los directores, subdirectores y los jefes de sección de las redacciones de los periódicos que conforman el Grupo de Diarios de América (GDA) eligieron este año a Trump como Personaje Mundial GDA 2024. Elon Musk, que tendrá un lugar privilegiado en la nueva administración trumpista, quedó en el segundo lugar.
Trump y el trumpismo ya lograron ocupar un lugar estelar en la historia de Estados Unidos. Ahora Trump ha dicho que tiene en sus manos un “mandato” del pueblo, una lectura de su victoria que algunos creen exagerada. Pero, más allá de esas lecturas, Trump vuelve a Washington con amplio poder, más respaldo y más experiencia, un combo que no tenía hace ocho años, decidido a imprimir un cambio profundo, radical y duradero en el rumbo de Estados Unidos y a “desmantelar el Estado Profundo”. La administración “Trump 2.0″, como ya se la llama en Estados Unidos, será mucho más trumpista que la primera.
Con ese trasfondo, Trump eligió, esta vez, un gabinete donde sobresale un atributo: la lealtad. Cuando llegó al poder, en 2017, sin experiencia y sin gente propia, Trump no tuvo más remedio que poblar su primer gabinete con figuras del establishment republicano. Reince Priebus, por entonces presidente del partido, fue su primer jefe de gabinete. Tres generales ya retirados, John Kelly, H.R. McMaster y Jim Mattis –a los que Trump llamaba “mis generales”–, ocuparon los cargos claves en seguridad nacional y defensa. Jeff Sessions, un senador republicano por dos décadas de Alabama, fue su primer Fiscal General. Nikki Haley fue embajadora ante las Naciones Unidas.
Ahora, Trump eligió rodearse de leales y multimillonarios. Musk ha tenido un papel tan influyente en el armado del nuevo gobierno que se ganó el apodo de “copresidente”, y tendrá, junto con Vivek Ramaswamy, la misión de pasar la motosierra por el gobierno federal, una tarea que Trump comparó con el Proyecto Manhattan que dio vida a la bomba atómica. Trump quiere además avanzar con una topadora por el Departamento de Justicia y el FBI, a los que acusa de ser armas políticas de los demócratas. Pam Biondi, su candidata para liderar a los fiscales federales, prometió que “los fiscales serán procesados, los malos” y “los investigadores serán investigados”. Para los críticos y detractores de Trump, las nuevas figuras de su gabinete preludian poco menos que una catástrofe.
“Nadie sabe cuáles serán las políticas. Por muy mal que podamos imaginar que estarán las cosas, terminarán peor”, advirtió Mark Feierstein, exfuncionario del Consejo Nacional de Seguridad de Barack Obama, cuando tuvo bajo su tutela el vínculo con América latina. “No podemos ser una voz en defensa de la democracia, los derechos humanos y el estado de derecho mientras tengamos en el Salón Oval a un delincuente que intentó anular las elecciones”, afirmó.
Trump prometió además deportar a millones de inmigrantes indocumentados, eliminar el derecho a la ciudadanía por nacimiento, elevar aranceles a las importaciones en un intento por apuntalar la economía –aun a costa de más inflación–, y desregular y recortar impuestos a favor de las empresas. La gente lo eligió para recuperar la economía de su gobierno, pero Trump y su “mandato” pueden intentar ir mucho más allá. Trump también dio señales de que indultará a sus simpatizantes presos por el asalto al Congreso.
América Latina vivirá otra etapa de alto estrés en la relación con Washington, aunque con nítidas diferencias entre amigos y enemigos. Javier Milei, el primer presidente que vio a Trump en Mar-a-Lago tras su victoria, y Nayib Bukele buscarán forjar una alianza ideológica. Pero Gustavo Petro, Luiz Inácio Lula da Silva, Gabriel Boric o Claudia Sheinbaum tendrán un ida y vuelta mucho más duro y complicado. Sheinbaum ya tuvo que lidiar con una amenaza de Trump de un arancel del 25% a menos que frene a los migrantes y el tráfico de fentanilo, un aperitivo de lo que vendrá.
Alejo Czerwonko, Managing Director y Chief Investment Officer (CIO) de Mercados Emergentes para las Américas del banco UBS, dijo que América latina no tendrá un comienzo de año fácil. Aunque el entorno aparecía de antemano favorable a la región por el recorte de tasas de inteés en Estados Unidos y el mayor crecimiento de China, “con la llegada Donald Trump, América latina va a tener que tolerar amenazas tarifarias, incertidumbre en torno al comercio internacional, y volatilidad de tasas de interés”, describió. Los aranceles, agregó, serán utilizados para alcanzar “todo tipo de objetivos de política internacional”.
La agenda de Trump –deportaciones masivas, freno a la inmigración, fortalecimiento de la frontera y lucha contra el narcotráfico– y la designación del senador Marco Rubio como futuro Secretario de Estado arraigaron la expectativa en Washington de que América latina recibirá más atención con el nuevo gobierno. Eso, sin embargo, no significa que la región será una prioridad que habrá nuevas oportunidades para capitalizar. América latina nunca ha sido una prioridad para Estados Unidos, y menos aún ahora las guerras en Ucrania y la Franja de Gaza, la caída de Bashar al-Assad en Siria y las amenazas latentes de Irán y Corea del Norte. Trump, que siempre llevó a la política exterior con un enfoque transaccional, regresa a la Casa Blanca con la misma agenda nacionalista regida por su mantra: “Estados Unidos, primero”.
“América Latina no es una prioridad para el próximo gobierno de Trump, sencillamente porque hay demasiada competencia a nivel global”, dijo Tamara Taraciuk Broner, directora del programa de Estado de Derecho del Diálogo Interamericano.
Pero aun cuando la región no esté al tope de la agenda de política exterior, Taraciuk Broner coincidió en que a Trump le interesan tres temas para los cuales deberá si o si mirar a la región: la migración, la seguridad, y la economía y China, que ha tejido una relación estrecha con muchos países de la región a través de su iniciativa “Belt and Road”. China es, precisamente, una de las obsesiones de Rubio, al igual que ponerle un punto final a los regímenes en Cuba, Nicaragua y Venezuela, que ahora enfrentarán seguramente una política mucho más áspera de Washington.
Barack Obama se topó con la “primavera árabe”. Trump, con la pandemia del coronavirus. Joe Biden, con las guerras en Ucrania y la Franja de Gaza. Nadie sabe qué le deparará el mundo ahora a Trump. Y ése sea, quizá, el factor que determine la agenda de su segunda presidencia, más allá de su poder y sus deseos, y su regreso victorioso a Washington.
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