Hay 70.000 personas que saben mejor que nadie en Ucrania lo que es una invasión ordenada desde el Kremlin. La razón es que ellos tomaron parte en una, en la guerra de Afganistán (1979-1989). Son los viejos combatientes de una derrota traumática, en los últimos compases de la Unión Soviética, hoy movilizados a través de la Asociación Ucrania de Veteranos de Afganistán (USVA). La USVA informa de que más de 25.000 están participando en tareas de defensa contra Rusia.
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Nikolai Molokov tiene 70 años, mujer, hijos, nietos y una empresa de construcción, pero donde se siente realizado es en su pequeña habitación en un cuartel secreto a las afueras de Kiev. Pelo rapado y bigote blanco, viste con uniforme y en el cinto luce un puñal. La celda de este guerrero se compone de un catre, un colgador con su ropa militar, una mesa con apuntes, un ordenador, un juego de pesas, una pelota de fútbol y un montón de cuerdas para enseñar a los reclutas cómo deben maniatar a un ruso capturado. Molokov estuvo destinado entre 1980 y 1983 en Afganistán, al frente de un pelotón de una brigada blindada soviética. Antes pasó un año en la frontera con Uzbekistán asumiendo misiones encubiertas. Llegó al rango de comandante. Hoy forma a los soldados del regimiento Kalinovski, compuesto por voluntarios bielorrusos.
El periodista Gwynne Dyer explica en “Breve historia de la guerra”, uno de los ensayos sobre táctica militar más vendidos de los últimos años, que no fue hasta pasada la Segunda Guerra Mundial cuando las fuerzas armadas descubrieron que pocos soldados estaban preparados para matar. Dyer afirma, citando estudios de la época, que solo una cuarta parte de los soldados estadounidenses habían disparado su arma en combate en Europa y en el Pacífico. En la guerra de Secesión en Estados Unidos había sucedido lo mismo, según datos recogidos por Dwyer: el 90% de los mosquetes desenterrados en el lugar de la batalla de Gettysburg no habían sido disparados. El tabú de matar y el miedo a la muerte son superiores en las personas. La tarea de Molokov es que sus alumnos lo superen.
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La profesionalización de los ejércitos tras la Segunda Guerra Mundial trajo nuevas formas de adiestramiento psicológico. Por su hablar expeditivo y enérgico, también por su presencia física, Molokov se asemeja al sargento Hartman de La chaqueta metálica, la película de Stanley Kubrick sobre la guerra en Vietnam, personaje recordado por la presión mental a la que sometía a los futuros marines. Molokov prepara a los voluntarios bielorrusos a perder el miedo porque él lo perdió en Afganistán: “Solo recuerdo haber sufrido mentalmente en el primer día tras regresar a casa, en 1983, pero enseguida lo superé. Ahora no reaccionaría igual, soy menos emocional”.
Más de medio millón de soldados soviéticos sirvieron en Afganistán. De estos, 160.000 procedían de Ucrania, según cifras aportadas por un documental del pasado febrero del Laboratorio de Periodismo de Interés Público, un colectivo periodístico ucranio. La USVA tiene registrados actualmente a 70.000 de ellos. Un 35% de estos ya estaban implicados el pasado febrero, justo antes de la invasión, en tareas militares contra los separatistas prorrusos en Donbás, en el este de Ucrania. El Estado Mayor ucranio no tiene registro de cuántos están en activo, sobre todo en las milicias paramilitares de las Fuerzas de Defensa Territorial, pero varias fuentes consultadas por EL PAÍS apuntan que el porcentaje ha subido.
Por el frente en Donbás han pasado miles de afganos desde 2014, y no solo en el bando defensor de la integridad territorial ucrania: Rubén Ruiz-Ramas, vicedecano de relaciones internacionales de la UNED, señala en el libro “Ucrania, de la revolución del Maidán a la Guerra del Donbás”, que veteranos también tomaron las armas para defender la anexión de Crimea a Rusia.
Molokov es el paradigma de la implicación de viejos combatientes de Afganistán en la lucha para deshacerse de la influencia rusa. Participó en 2014 en las unidades de defensa de la revolución proeuropea del Maidán contra las fuerzas de seguridad del Gobierno de Víctor Yanukóvich. Como recuerda Ruiz-Ramas, los afganos asumieron, junto a sectores ultranacionalistas ucranios, la faceta más agresiva del Maidán. Tras el levantamiento de los separatistas prorrusos en Donbás, Molokov empezó a formar a futuros soldados.
Nikola Levin no volvió a tomar las armas en 2014 porque justo entonces nació su hijo. Fue padre tardío, hoy tiene 61 años, pero eso no le impidió recuperar sus habilidades como francotirador cuando los rusos asediaron su ciudad, Chernihiv, al inicio de la actual ofensiva. Ahora se encuentra cerca del frente oriental, entrenándose para incorporarse a un batallón de voluntarios bajo órdenes de las Fuerzas Armadas. Levin fue tirador de élite en Afganistán, destinado allí para combatir a los rebeldes muyahidines entre 1983 y 1986. Asegura que las dos guerras son diferentes: “Los afganos no tenían artillería. En Chernihiv, en cambio, los rusos nos martilleaban constantemente con misiles. En Afganistán no pasé el miedo que he pasado bajo los grad [un sistema ruso de cohetes multilanzadera]”.
“Limpiar” aldeas
Levin formó parte del Ejército soviético durante 12 años y afirma que conoce bien al enemigo: “Utilizan las mismas tácticas que utilizaban en el siglo XX”, dice, y añade que el armamento en buena parte también es el mismo. Molokov muestra fotos de sus años en Afganistán en las que aparecen modelos de blindados que Rusia está utilizando en Ucrania. También admite que lo sucedido en Irpin y en Bucha le resulta familiar. En estos dos municipios al norte de Kiev se produjeron algunos de los peores crímenes de guerra de los que se acusa a las tropas rusas. Molokov comenta que allí utilizaron el mismo procedimiento que aplicaban ellos para “limpiar” aldeas, aunque asegura que en Afganistán, antes de entrar su unidad a arrasar con un pueblo, una comisión de mujeres afiliada a las autoridades comunistas locales organizaban la evacuación de madres y niños. Hay otro veterano voluntario en el regimiento Kalinovski. Tiene 61 años y pide anonimato por tener familia en Bielorrusia. Asegura que está combatiendo otra vez “para purgar los pecados en Afganistán”. “Yo era un soldado raso, estuve entre 1983 y 1984, y aquello era la Unión Soviética luchando contra civiles”.
La Nobel de Literatura bielorrusa Svetlana Aleksiévich escribió uno de los libros más demoledores del sufrimiento que dejó la invasión de Afganistán. En Los muchachos del zinc hay multitud de testimonios de crímenes similares a las ejecuciones sumarias descubiertas en Bucha o Irpin. En el libro se da cuenta también del desamparo que sintieron los que pasaron por la guerra porque en los últimos años del conflicto, la población fue cada vez mostrándose más crítica con la invasión. La guerra de Afganistán fue uno de los golpes que noquearon a la Unión Soviética. Tras la caída del imperio, los afganos pasaron a ser sinónimo de marginación social y de la fuerza bruta del nuevo capitalismo ruso. “Los vigilantes de los bancos, los guardaespaldas de los empresarios ricos, los asesinos a sueldo, todos ellos son chicos de los nuestros”, explicaba uno de los oficiales entrevistados por Alexiévich: “Ellos no querían volver de la guerra… De allí guardas unas sensaciones indescriptibles, ante todo está el desdén hacia la muerte”.
Levin fue a Afganistán voluntario porque vivía “100% bajo propaganda”: “Era joven y quería tener experiencia militar para defender a mi patria. Sucede lo mismo estos días en Rusia, la propaganda te hace creer que es una ocupación justa, y lo de Afganistán fue absurdo, como ahora”. Molokov explica que participa en foros rusos de viejos camaradas de Afganistán y dice detectar que, poco a poco, cada vez más gente en Rusia está dejando de apoyar la guerra.
“La invasión de Afganistán duró 10 años, no quiero que mi país esté en guerra 10 años para que los rusos entiendan finalmente que esta guerra es un crimen”, dijo el pasado martes el ministro de Exteriores ucranio, Dmitro Kuleba, en una entrevista con EL PAÍS. Kuleba no tiene constancia de que el apoyo popular al presidente ruso, Vladímir Putin, esté disminuyendo.