Hace poco más de tres décadas estuve sobre el Muro de Berlín que, durante casi las tres décadas anteriores, había separado a amigos y familias, dividido un país y concretado la división de Europa.
Observé y contuve la respiración con miles de personas en esa embriagadora noche de noviembre de 1989, cuando un joven valiente se atrevió a saltar del muro a lo que había sido "tierra de nadie".
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Si lo hubiera hecho unos días antes habría sido fusilado, sumándose a todos los que pagaron con su vida atreverse a tender puentes entre el este y el oeste. Pero no en la noche en la que cayó el muro. Ese día le entregó una flor a un soldado de Alemania del Este que, desconcertado, después de una pausa que pareció durar toda la vida, le tendió la mano y aceptó el gesto de paz.
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La multitud que se alineaba en la pared vitoreó salvajemente.
Ellos, nosotros, soñamos que Europa podría ser ahora "libre y una sola". La gente pronto podría ser libre de elegir quién la gobernaría, ya sea que vivieran en Berlín o Praga, Varsovia o Budapest y quizás, solo quizás, en Moscú y San Petersburgo también.
Mi regreso en Berlín
Estoy de regreso en Berlín, una ciudad que enfrenta el hecho de que ese sueño ahora está muerto gracias a la decisión de Vladimir Putin de invadir Ucrania y bombardear a su pueblo para someterlo.
El líder de Alemania, el canciller Olaf Scholz, dijo que este es un punto de inflexión histórico. En alemán tienen una palabra para eso (tienen una palabra para todo). Es zeitenwende.
Scholz anunció que su país ahora ofrecería ayuda militar real a Ucrania.
Unas semanas antes, su gobierno había sido objeto de burlas por su oferta de 5.000 cascos para equipar al ejército ucraniano. El jefe de la armada alemana tuvo que renunciar después de anotar que todo lo que Putin quería era respeto y que probablemente se lo merecía.
El canciller alemán ahora se ha comprometido a invertir más en defensa, unos 100.000 millones de euros (US$109.000 millones) más. Lo que eso significa es que este país pronto se convertirá en la mayor potencia militar de Europa y la tercera más grande del mundo, detrás de China y Estados Unidos.
No hace mucho tiempo, esa perspectiva habría sido recibida con miedo en el extranjero y protestas en casa.
Cuando era joven, miembro de lo que él llama "la generación de 1989", Nils Schmid estudió en Ucrania en lo que entonces era parte de la Unión Soviética. Actualmente es diputado alemán y portavoz de Asuntos Exteriores de los socialdemócratas gobernantes.
Me dijo que él y sus compatriotas ahora tienen que aceptar que la "cortina de hierro" que dividía a Europa simplemente se ha movido.
Alguna vez estuvo a unos cientos de metros de su oficina. Ahora, mucho después de la caída del muro, está en la frontera entre los países de la OTAN -cuya defensa garantiza EE.UU.- y los que miran hacia Moscú.
Frente a su oficina se encuentra la gran embajada de Rusia, en lo que solía ser Berlín del Este. Ahora está protegida por la policía y hay barricadas decoradas con carteles contra la guerra.
Una manta yace en el suelo y está llena de peluches. El mensaje para los transeúntes es que podrían ser sus hijos muriendo en Ucrania.
Allí conocí a Michael, un motociclista de la Selva Negra en el suroeste de Alemania. Estaba grabando un video junto a su Yamaha, que repintó con los colores azul y amarillo de la bandera ucraniana.
Había viajado durante ocho horas con una carpeta repleta, con 600 mensajes dirigidos a Vladimir Putin, de amigos, vecinos y colegas que pedían al presidente ruso que detuviera la guerra.
El personal de la embajada se había negado a aceptar la carpeta. Michael se había dado cuenta de que hablar con Rusia (lo que solía llamarse distensión) no era suficiente. Alemania ahora tenía que estar preparada para enfrentarse a Moscú.
Lo que eso significa es que los hijos de esa generación de 1989 no disfrutarán de las mismas libertades que sus padres. No crecerán creyendo que las guerras son lo que sucedió en el pasado.
De hecho, una encuesta reciente mostró que siete de cada 10 alemanes temen la expansión de esta guerra.
Y no es extraño. Los refugiados expulsados de sus hogares a causa de este conflicto están llegando a las estaciones de Berlín a un ritmo de 10.000 personas por día, según algunos cálculos.
Esta guerra está cambiando la forma de pensar del país más poderoso de Europa. Eso tendrá consecuencias dramáticas sobre las que recién se comienza a pensar.
Hay que tener casi 40 años para recordar el día en que cayó el muro en noviembre de 1989. Estos días de febrero y marzo de 2022 están resultando igual de trascendentales.
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