En su artículo “Amenaza pero participa: por qué el boicot electoral es una mala idea”, Matthew Frankel investiga 171 casos entre 1990 y el 2009 en los cuales la oposición amenazó al Gobierno con un boicot electoral o lo llevó a cabo. El artículo concluye que la amenaza de boicot suele obtener concesiones del Gobierno, en particular cuando se trata de elecciones que concitan un elevado interés internacional. El boicot electoral, en cambio, rara vez consigue sus objetivos y suele tener efectos contraproducentes: el gobierno que lo padeció perdura en el tiempo mientras que las fuerzas opositoras que lo convocaron terminan siendo apartadas de la mayoría de cargos públicos. Otras investigaciones sobre el tema tienden a coincidir con esa conclusión.
Sí, la oposición en Venezuela tenía buenas razones para no participar en las recientes elecciones para renovar el Congreso de su país. De un lado, el chavismo controla de facto todos los poderes del Estado, incluyendo a la autoridad electoral. Y emplea ese control para hacer proselitismo (y perjudicar a la oposición) hasta el día mismo de las elecciones. A través, por ejemplo, de los denominados ‘puntos rojos’ en los que se verifica que quienes reciben víveres del Gobierno a través del carnet de la patria hayan acudido a votar.
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De otro lado, da lo mismo quién gane una elección, el chavismo buscará subvertir cualquier resultado adverso. Por ejemplo, cuando el opositor Antonio Ledezma ganó la Alcaldía de Caracas, la respuesta de Hugo Chávez fue crear la denominada Autoridad Única del Distrito Capital, a la cual transfirió parte de los recursos y atribuciones que correspondían al alcalde elegido. Y cuando la oposición obtuvo una amplia mayoría en el Congreso (la denominada Asamblea Nacional) en las elecciones del 2015, el Tribunal Supremo de Justicia la declaró en desacato y le impidió legislar, mientras el Ejecutivo creaba en el 2017 un Congreso paralelo (la Asamblea Nacional Constituyente).
El punto, sin embargo, no es que las elecciones en Venezuela sean libres y justas: no lo son. En un panorama en el cual la oposición no tiene buenas opciones, el punto es más bien cuál entre las opciones de las que dispone es peor. La oposición ya intentó la vía del boicot electoral en el 2005 y, en retrospectiva, nadie evalúa esa como una estrategia exitosa. Y en años recientes la oposición tuvo una mejor posición negociadora. De un lado, según Datanálisis, cuando Juan Guaidó se proclamó presidente su respaldo en las encuestas rondaba el 61%, mientras el respaldo a Maduro apenas frisaba el 15%. Ello en un contexto en el cual un 52% de los encuestados cree que la oposición debería haber llamado a votar.
De otro, este año la economía venezolana se contraerá en un 15% y, al cerrar el año, será un 72% menor a lo que era en el 2013 (situación que no podrá revertirse mientras perduren las sanciones estadounidenses).
Pese a ello, Guaidó optó por el boicot electoral, con lo cual se colocó a sí mismo en una situación legal insostenible. De un lado, el artículo 233 de la Constitución que invocó para ungirse presidente (alegando que Maduro había hecho “abandono del cargo” al perpetrar un fraude electoral), establece con claridad que, en dicho escenario, el presidente interino debía convocar nuevas elecciones “dentro de los treinta días consecutivos siguientes”: eso debió ocurrir en febrero del 2019.
De otro lado, el mandato de la Asamblea Nacional elegida en el 2015 (Guaidó alega ser presidente interino precisamente porque preside esa Asamblea) culmina el 5 de enero del 2021: no parece haber sustento constitucional para la pretensión de Guaidó según la cual, dado que no reconoció las elecciones parlamentarias realizadas por el chavismo pero tampoco convocó sus propias elecciones para renovar el Parlamento, la actual Asamblea Nacional puede prolongar su mandato en forma indefinida (lo cual, presuntamente, le permitiría seguir ejerciendo interinamente la presidencia del país).
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