Hugo Coya

Hoy, conmemora el aniversario 489 de su fundación española por , un evento que, más que una efeméride, se convierte en excusa para desnudar verdades y contradicciones de una ciudad que se debate entre el orgullo y el olvido, entre el esplendor y la decadencia.

Al recorrer sus calles, uno no puede sino sentir una mezcla de admiración y desazón. Admiración por la resistencia de una ciudad que ha sabido sobreponerse a terremotos, crisis, pésimas gestiones municipales y el delirio de algunos de sus alcaldes. Desazón por el caos y la belleza, marcas indelebles que parecen definirla. Lima no es para los débiles de corazón. Exige ser vivida con intensidad, cautela y arrojo.

También demanda ejercicios constantes de paciencia y asombro. La arquitectura colonial que se une a la modernidad en un abrazo que oscila entre lo hermoso, lo melancólico, lo frenético y –¿por qué no?– lo huachafo. De un lado, se manifiesta el esplendor de su pasado, palpable en iglesias barrocas y en casonas que resisten el embate del tiempo; por el otro, edificaciones precarias, testimonios de millones de personas viviendo en la pobreza.

Detrás de las fachadas vibrantes, Lima esconde una realidad que algunos prefieren ignorar. La desigualdad resulta tan palpable como la vista del que durante cuatro décadas ha separado a Las Casuarinas de San Juan de Miraflores, una prueba contundente de una ciudad partida en dos: una Lima de riquezas ostentosas y otra de necesidades perennes.

Reflejando el pandemonio que permea otros aspectos, el tráfico se convierte en , predominando la imprudencia sobre la seguridad. En esta selva de cláxones, paradójicamente, son los conductores y peatones que respetan las normas quienes a menudo se encuentran entre las víctimas de los que las desoyen. Ello engendra un estado de vigilancia permanente haciendo de cada esquina un desafío, un combate con la lógica; una lucha constante entre la vida y la muerte.

Para colmo, el lento avance de , simbolizado en solo cinco estaciones en funcionamiento tras más de diez años de construcción, se ha convertido en un emblema de expectativas defraudadas. Esta demora, exacerbada por la reciente controversia sobre la construcción de la estación central, con el debate sobre si se usa o no tecnología obsoleta y el impacto en los comerciantes, oculta una realidad más profunda y dolorosa: el sufrimiento diario de los ciudadanos que dependemos de un sistema de transporte eficiente.

Cada día, miles de limeños enfrentamos odiseas urbanas, perdiendo horas en desplazamientos que podrían ser más cortos y menos agotadores con un subterráneo. De este modo se perfila un sistema vial que castiga a quienes más lo necesitan.

Pero el azote no solo proviene de las pistas. La inseguridad derivó ahora en una constante. Bajo la sombra de la delincuencia, todos los ciudadanos compartimos la vulnerabilidad y soportamos la ineficiencia para combatirla, aunque sea vivida de manera muy diferente según el estrato social.

De todas maneras, Lima es mucho más que eso. A su bien ganada fama en los ránkings gastronómicos internacionales por , ofrece su alma en los ‘huariques’ sin pretensiones o en los vendedores ambulantes que la salpican. En aquellos rincones, alejados del oropel de la fama, se sirve comida con la esencia pura: desde cebiches zumbando con frescura marina hasta un aeropuerto que demuestra cómo la excelencia culinaria trasciende etiquetas y renombres.

Además, Lima se erige como un crisol del arte, la cultura y la historia, en la que experiencias y vivencias se entrelazan de manera única. Barranco, por ejemplo, ilustra esta riqueza con sus librerías, bares bohemios y cafés repletos de artistas, sus murales que narran historias en colores vibrantes y su música.

Incluso con todos estos desafíos, Lima palpita con una energía inquebrantable, demostrando una capacidad sorprendente para reinventarse y seguir adelante. En cada lugar, llámense los mercados de Ate y Santa Anita, los asentamientos de Puente Piedra o los malecones de Miraflores y Chorrillos, se entretejen sueños y realidades, fragmentos de una narrativa mayor que defiende la identidad de una ciudad que se niega a ser definida solo por sus defectos.

Al llegar a su aniversario 489, Lima se muestra como un mosaico vivo de historias, en el que cada casa, sea grande o pequeña, cada esquina habla de la dualidad y el misterio de aquellos que la habitan. Aquí, donde el encanto se fusiona con la crudeza de la existencia, se escribe continuamente una crónica que aún no encuentra su punto final. Esta urbe de ecos históricos y pulsos de modernidad se transforma cada día en un lienzo para las experiencias y emociones humanas, un lugar donde se siente la esencia de la vida en su estado más crudo y auténtico, sobreviviendo y evolucionando con la determinación y resistencia que definen a sus ciudadanos.

En este aniversario, nuestra mirada no debería detenerse solo en el pasado, en los orígenes o en los tiempos anteriores a la llegada de los españoles. Debemos también proyectar nuestra vista hacia el futuro, con la esperanza y determinación de que Lima, a pesar de sus desafíos, seguirá cautivando a quienes la llamamos hogar. Lima no es solo una ciudad; es un ser que respira y se transforma, un lugar que, contra todo pronóstico, continúa siendo nuestro.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Hugo Coya es periodista

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