Hoy más que nunca las cosas simples se vuelven relevantes: el beso al amor distante, la caricia al hijo que no está cerca, el encuentro con alguien que no vemos hace mucho, pasear libre por una calle, visitar a los parientes, ir a un restaurante cualquiera, ver una película en el cine, asistir al teatro, salir a bailar, celebrar el cumpleaños con amigos, el almuerzo dominical con la familia, tener un velorio y un entierro dignos, recibir consuelo con derecho a abrazos ante el dolor.
Las fronteras que siempre fueron imaginarias nunca fueron tan imaginarias como ahora. No interesa si vivimos en Wuhan, Madrid, Nueva York, Teherán, Lima, Iquitos. Da igual, asimismo, si vives en Villa El Salvador, Las Casuarinas, Alto Trujillo, una favela de Río de Janeiro, la Riviera francesa o los Hamptons. También carece de relevancia en lo que crees, cómo luces por fuera. Las etiquetas se han esfumado porque, ante la amenaza común, todos somos los mismos seres humanos.
Tampoco importan la riqueza, los títulos nobiliarios, las jerarquías, los grados académicos, la cantidad de ceros de la cuenta bancaria no sirven de nada. No se está mejor protegido si eres el príncipe Carlos de Inglaterra, el millonario actor Tom Hanks, el ministro de Sanidad israelí, el alcalde de San Martín de Porres, una congresista de Acción Popular, un vecino del Bajo Piura.
El nuevo coronavirus desconoce de países, ciudades, distritos, disputas territoriales, climas, lenguas, acentos, colores de piel, convicciones religiosas. La enfermedad no hace distingos ni toma en cuenta cuestiones como estas que resultan, al fin y al cabo, banales.
Las mascarillas inundan nuestro mundo, cubren los rostros, desnudan nuestra vulnerabilidad. Es el temor ante un destino inexorable que no podemos controlar. Proclamamos la distancia social, limitamos el contacto físico, nos encerramos en casa para impedir que se introduzca en nuestro cuerpo y lo use como una arma mortífera hasta dejarnos sin aliento a fin de destruirnos.
Si algo bueno existe en medio de esta tragedia, resulta ser el redescubrimiento de varias heroicidades silentes que existían y a las que nunca agradecíamos debidamente. Esos héroes de la vida real que ahora están cubiertos de escafandras apocalípticas, mascarillas N95 y otros artilugios. Médicos, enfermeras, personal sanitario que libran pequeñas grandes batallas por salvar a uno, a varios que, no pocas veces, recién conocen o nunca volverán a encontrar en su camino.
Son gente que se emociona cuando consiguen sacar a alguien de los cuidados intensivos, retirarle el respirador mecánico, curarlo de la neumonía atípica que provoca ese enemigo que parece estar en todos lados. Cuando no lo consiguen, los hemos visto acongojados, devastados, llorando en los corredores.
Nos conmovemos al igual que ellos porque sabemos que su derrota es, al mismo tiempo, la nuestra. Que los caídos serán personas que abandonaron sus casas para nunca más volver. Que no tendrán derecho a ser despedidos como se debe. Que se transformarán en un número más dentro de una curva que se encierra en esa estadística macabra.
Motivo entonces para reflexionar. ¿Cuánto de lo que hemos acumulado a lo largo de nuestra existencia consigue librarnos de contraer un virus que aparece de la noche a la mañana y amenaza con acabar con nosotros de repente? ¿En qué momento podremos sentirnos seguros para salir a la calle sin miedo? ¿Volverá algún día a funcionar todo como era antes? ¿En cuánto tiempo contaremos con un tratamiento efectivo o, mejor aún, una vacuna?
En esta lacerante actualidad, sumamos más dudas que certezas; más incertidumbres que conocimientos.
Ironías de una humanidad del siglo XXI que se jactaba de estar hiperconectada, hiperinformada, digitalizada. Y que debe lidiar en estos momentos con viejos dilemas que existen desde la aparición del primer hombre en la Tierra. Entre la estupidez y la sensatez; entre la política taimada y la moral; entre el egoísmo y la solidaridad; entre lo verdaderamente importante y lo accesorio.
Aprendizaje en cuyas páginas solo hay una lección: la vida como un misterio efímero, que siempre nos empuja a valorarla y darle una justa medida, empujándonos a considerar lo genuino, lo esencial, de verdad.
Solo así saldremos de esta cuarentena no solo física, sino mental. Solo así no desmayaremos. Solo así podremos seguir adelante. Solo así conseguiremos perdurar. Solo así evitaremos nuestra propia extinción.
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