La primera vez que pisé suelo ayacuchano fue en 1963. Tenía 15 años. Recorrí la ciudad admirando sus iglesias de puro arte virreinal, su plaza de armas, los portales, los balcones y otros lugares donde lo virreinal y lo republicano se confunden.
Al mediodía, llegué al que, para mí, es uno de los lugares más emblemáticos que he conocido: la Pampa de la Quinua. Divisé el cerro Condorcunca, miré hacia mi izquierda e imaginé la embestida de las tropas realistas conducidas por el general Jerónimo Valdés sobre el batallón independentista al mando del general José Domingo de la Mar. Lo tenía todo fresco; acababa de estudiar la batalla de Ayacucho en el colegio.
Según Jorge Basadre, nuestro gran historiador de la república, fueron dos las principales causas que definieron el triunfo de las tropas al mando de José de Sucre. “La brillante y heroica acción de los montoneros de Carreño, que detuvieron el avance de Valdés, y el desmoronamiento de la moral del soldado colonial, que había sido conducido a la guerra contra su voluntad”.
Concluida la batalla, se firmó una capitulación en la que se precisaba la rendición de las fuerzas realistas, la transferencia del poder y un trato privilegiado para los vencidos. Se dice que en Ayacucho se “selló la libertad de América”. De acuerdo, pero agregamos que solo en parte, porque hasta ahora, 200 años después, los latinoamericanos no hemos terminado con una tarea pendiente y que fue soñada por los padres de la patria: ser repúblicas democráticas sin caer en dictaduras, y construir sociedades con ciudadanía plena, de personas libres e iguales.
Por el contrario, cuando se fue el virrey surgió el caudillo, primero el militar y luego el civil. La verticalidad del Estado virreinal quedó incólume. Continuaron el estado patrimonialista y las brechas sociales. Muchos latinoamericanos siguen desempoderados, dominados y abandonados en su propio continente. Hemos pasado por todo: democracias representativas con tarjeta de caducidad, dictaduras militares y cívico-militares, liberalismo económico, populismos, nacionalismos, indigenismo, negritud, guerrillas, terrorismo, entre otros.
Hasta ahora, salvo excepciones como Uruguay, Costa Rica y quizás Chile, nuestras democracias han sido de baja calidad y se ha instalado la peor combinación que le puede pasar a una democracia, debilitándola aún más: la unión de la corrupción con la incapacidad. Pero, a pesar de todo, florecieron en nuestro continente trabajadores y empresarios emprendedores, una filosofía y ciencias sociales que reflexionan sobre lo nuestro, hermosas expresiones artísticas de poetas, literatos, pintores, escultores, bailarines, actores y toda una mezcla de cosas andinas y españolas; entre ellas, las diversas expresiones culinarias y deportivas.
Surgió lo mejor que tenemos: el mestizaje cultural con toda su pluralidad. Pero nos falta dar el gran salto hacia la justicia social.