
A pocas semanas de la trigésima edición de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP 30), que se efectuará en la ciudad amazónica de Belém do Pará (Brasil), vale preguntarse por las condiciones con las que el Perú asistirá a esta cumbre anual, en la que se evaluarán los avances frente al cambio climático y se revisarán las comunicaciones nacionales y los inventarios de emisiones presentados por cada país miembro. Todo esto, en la expectativa de tomar decisiones, se supone efectivas, frente al inexorable proceso actual del calentamiento global.
Si bien los acuerdos de las últimas COP fueron percibidos como poco significativos y ambiciosos por la ciencia climática y los sectores valorativamente comprometidos con el ambientalismo, el hecho de que esta conferencia retorne a América Latina después de 11 años (la última fue en Lima) podría relanzar algunas expectativas en esta región, que en términos globales puede que no contribuya tanto a las emisiones de gases de efecto invernadero, pero alberga extensos y ricos ecosistemas altamente vulnerables al cambio climático.
Visto el desempeño ambiental de la actual gestión gubernamental, se podría alegar que el Perú no va a llegar a la COP 30 con logros interesantes, con grandes progresos que lo distingan de los demás países amazónicos, por ejemplo. Más allá del hecho ya conocido de que los asuntos ambientales no concitan el interés real de los políticos, en estos últimos años hemos asistido, entre otras cosas, a la lesiva modificación de la ley forestal, al funesto avance de la minería ilegal, al asesinato de líderes indígenas, a la multiplicación de incendios forestales. Esta poco presentable ejecutoria se asienta en un estado de cosas donde persisten los ecosistemas degradados, el escaso peso político de la institucionalidad ambiental y una pobre convicción en la transición energética, concepto clave desde el Acuerdo de París del 2015.
Todo esto adquiere matices más contradictorios cuando en el reciente Foro de Ministras y Ministros de Medio Ambiente de América Latina y el Caribe se afirmó que el Perú “está tomando muy en serio el cuidado del medio ambiente”, pero en contraste se han perdido más de 190 hectáreas de bosques tropicales en el 2024, que significa un incremento del 135% respecto al año anterior. Tan flagrante incoherencia no hace sino ratificar aquella clásica disonancia entre discursos y actos a los que ya estamos acostumbrados: mientras se proyecta una imagen de compromiso ambiental y climático en los foros nacionales e internacionales, en los hechos o no se hace mucho o se hace lo contrario, tal vez convencidos in pectore de que dichos asuntos constituyen una barrera para el desarrollo económico y la competitividad.
Volviendo a la COP 30, aparte de poner en el centro a la Amazonía, esta versión tiene el desafío de concretar acciones climáticas efectivas y decididas. Los conceptos, los mecanismos y demás tecnicismos ya se han trabajado en las anteriores conferencias del clima, por lo que ya debería pasarse a la acción. Pero, aparte de destrabar la falta de ambición climática de los cónclaves pasados, es la oportunidad de permitir una participación más provechosa para los países del denominado Sur Global, que son en última instancia los que sufren las mayores afectaciones de la persistente inacción.
Por último, no podemos ser ingenuos frente al hecho de que las COP son espacios de negociación política, donde las mejores aspiraciones éticas y altruistas pueden ser invisibilizadas por las agendas de los Estados más influyentes. En medio del creciente multilateralismo, conflictos persistentes y liderazgos negacionistas, la voluntad política continuará determinando el éxito o fracaso de estas conferencias.

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