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Demasiado tiempo sentado
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Hace una semana circuló por las redes un cuadro estadístico titulado «Las ciudades donde se pierden más horas en el tráfico», elaborado en 2024 por TomTom Traffic, un servicio de tráfico en tiempo real que utiliza datos de millones de conductores en el mundo para detectar atascos, accidentes, obras y otras contingencias. No me causó ninguna sorpresa ver que Lima –‘potencia mundial’– ocupa el primer lugar en esa tabla de posiciones, en virtud de su caótico sistema de transporte, donde un conductor cualquiera puede tardar –siempre según TomTom Traffic– hasta treintaitrés minutos y doce segundos en avanzar diez miserables kilómetros. Según la aplicación, en Lima se pierden más horas que en México, Bogotá o Sao Paulo, otras capitales donde los viajes urbanos son un auténtico calvario.
¿Alguna vez han calculado el tiempo que pasan sentados en una combi, bus, taxi o en su auto propio? Hace quince años hice un experimento parecido, pero abarqué más ámbitos, pues quise calcular el tiempo que pasaba sentado en general: en el tráfico, pero también dentro y fuera de la oficina. El resultado fue deprimente.
En aquella época conducía dos programas radiales diarios de tres horas cada uno (mañana y tarde), lo que me obligaba a estar sentado seis horas en total. Luego del programa matutino iba a mi casa y marmoteaba delante de la laptop, repantigado en una silla negra de gerente sin gerencia, donde escribía, revisaba noticias, respondía correos y pedía el tiempo en las redes sociales (los celulares inteligentes aún no existían, de modo que la procrastinación aún no podía ejercerse de pie). El tiempo de escritura y de navegación acarreaba un promedio de tres horas al día que, sumadas a las seis horas radiales, daban nueve. Nueve horas sentado.
También contabilicé el tiempo que pasaba sentado en otras actividades: almorzando (una hora diaria, en promedio), manejando o trasladándome en taxi (una hora más), y no pude dejar de considerar los veinte (más bien treinta) minutos diarios que entonces –y hasta hoy– me tomaban las incursiones al baño (aunque ese tiempo dependía –y aún depende– de la distracción que pudiera proporcionarme la lectura de algún libro, revista, folletín o encarte publicitario).
Afinando el cómputo, obtuve una cifra escandalosa: doce horas. Pasaba sentado DOCE horas al día. ¡La mitad de un día! Solamente en una semana mi cuerpo pasaba ochentaicuatro horas doblado entre sillas, sillones, banquitos, sofás, inodoros y un resto de muebles, desde los más ergonómicos hasta los más cochambrosos. A esa tortura había que sumarle las dos horas que en aquella época me parapetaba cada sábado por la mañana en la cabina de la radio para conducir un programa adicional; añadidas esas horas alcanzaba la escandalosa resultante de OCHENTA Y SEIS (86) horas semanales. La deducción indicaba que a lo largo de un mes invertía en sentarme TRESCIENTAS CUARENTA Y CUATRO (344). Eso equivale, más o menos, a quince días. ¡Me pasaba sentado QUINCE puñeteros días! O sea que pasaba la mitad del mes sin estar de pie, aplastando el culo contra alguna superficie. Es decir, seis meses al año. O sea, dos veranos. Es como estudiar todo un ciclo de la universidad sin desocupar la carpeta: con lo cual mi pobre hendidura interglútea (coloquialmente conocida como la raya del poto) quedaba completamente difuminada.
Después de todo aquel abrumador cálculo aritmético, recuerdo que apliqué una regla de tres simple para resolver la siguiente cuestión: Si en un año permanecía sentado seis meses, ¿cuánto tiempo habré pasado sentado a lo largo de mi vida? (Cabe añadir que hace quince años contaba tan solo con treintaicuatro calendarios).
De solo rememorar la respuesta me da repelús.
Los números no mentían: había permanecido 17 (¡die–ci–sie–te!) eternos y primorosos años en la misma torcida posición de servil secretario en que me encuentro en este instante, escribiendo esta columna. Diecisiete años. Casi dos décadas esperando que pase un bus, o redactando una carta interminable, o aguardando que me atienda el dentista, o viendo una película en el cine, o dando cuenta de un plato de tallarines, o manejando desde un triciclo hasta una camioneta, o viajando, o en el váter, haciendo una sempiterna digestión.
Dudo que en los últimos años me haya sentado menos. El promedio debe ir por ahí. De solo pensarlo siento automáticos dolores en la espalda, así que aquí finalizo con esta reflexión y me despido. Eso sí, de pie.

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