Es un arte ya olvidado. Entrar al cuarto oscuro y esperar, no sin incertidumbre, que la imagen aparezca en el negativo y luego en el papel fotosensible. Para algunos puede resultar difícil imaginar (o recordar) una época en la que una fotografía implicaba más pasos que la gratificación instantánea de mirar una pantalla. Durante años, bajo la luz roja de un laboratorio, remojaba la película en químicos, esperaba tras el baño, remojaba en otros químicos, dejaba secar y repetía el proceso. Las cintas de película de 35 milímetros, mágica tripa que revelaba 36 imágenes lentamente digeridas. Había expectación y demora en la recompensa. Encontrar esas imágenes eran un bálsamo que premiaba la espera. Era un feliz trabajo analógico que lo digital haría obsoleto. Revelar es una forma de rebelarse a su tiempo. La búsqueda de una sensación diferente.
En un cajón, aún conservo algunos rollos no revelados, duermen un sueño de imágenes que no alcanzarán el laboratorio. Ya he olvidado además qué contienen. Y aunque conmueven aquellos pequeños tamborcitos de latón, y sé que mi espacio de almacenamiento es limitado, algo me impide deshacerme de ellos. Al fin y al cabo, son esas tiras de película, y no las copias de papel que prometen, las que constituyen una obra original. Esos negativos son el mecanismo para reproducir una obra que, aunque olvidada, me sigue perteneciendo. Es mi derecho recuperar, algún día, ese fotograma de la desmemoria.
Fósiles de la fotografía, los negativos aguardan en el cajón como trilobites en la vitrina de un museo de ciencia. Y, sin embargo, su naturaleza se niega obstinadamente a adentrarse en la noche de la historia. Viven curiosos renacimientos por la demanda de fotógrafos hípsters o en casos de descubrimientos fortuitos. Los negativos de película siguen siendo el alma del oficio, la partitura intemporal que, como decía el fotógrafo Ansel Adams, espera una futura y magnífica interpretación.