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En “El pez en el agua”, recuerda que, en 1990, antes del mitin final de su campaña presidencial en Arequipa, mientras recorría las calles en una camioneta descubierta al lado de Patricia Llosa y sus tres hijos, una señora joven se acercó, le alcanzó a un niño de pocos meses para que lo besara y le gritó: «¡Si ganas, tendré otro hijo, Mario!».

La frase no resulta solo anecdótica, pues nacía de la ilusión genuina que un grupo importante de peruanos tenía en aquel momento: ilusión por el futuro, por la posibilidad de construir un porvenir en el territorio donde nacieron. Al final, las cosas salieron como salieron y quizá el niño que el candidato Vargas Llosa besó al vuelo esa tarde arequipeña no tuvo más hermanos.

Hace poco, un buen amigo me comentó que, once años atrás, cuando él y su pareja resolvieron tener un hijo, uno de los criterios que pesó en la decisión fue la estabilidad de la coyuntura. Era 2014; Ollanta Humala gobernaba sin que ninguna crisis política gravitante se anunciara. Había denuncias, problemas, líos, es decir, la dinámica normal de un Estado precario, pero también había crecimiento económico, ciertas reivindicaciones sociales empezaban a fortalecerse y existía un clima general de progreso a cuentagotas, de convivencia llevadera, libre de las turbulencias que aún nadie presentía en el horizonte. Es probable que se tratara de una sensación asentada sobre todo en la capital, pero digamos que para mis amigos fue importante sentirse arropados por esa nube de optimismo antes de embarazarse. Bien visto, un hijo siempre es una apuesta por un suelo y por un tiempo; es la mayor ofrenda que una pareja puede heredarle a su país, porque cuando los padres ya no vivan ese niño o niña será un individuo adulto, con suerte educado en la tolerancia y la empatía, e intentará mejorar la sociedad en que crecieron sus antecesores.

El caso es que el hijo de mis amigos, el listísimo Orlando, nació en el Perú de Ollanta Humala y muy pronto, a los dos años, en 2016, tuvo que aprender a adaptarse al imperio del estado de emergencia continuo. Quizá él no lo entendía por aquel entonces —era muy pequeño—, pero es posible que llegara a advertir en el rostro y el lenguaje de sus padres que las cosas habían empezado a cambiar. Y no para bien. Los niños se dan cuenta. En casa, Orlando comenzó a oír palabras nuevas como «vacancia», «renuncia», «indulto», «disolución», «golpe»; o nombres como Kuczynski, Vizcarra, Merino, y, como ya era un poco más grande, quizá hasta salió a las calles a marchar en los hombros de su padre o en los de su madre, y desde esa altura comprendió que le tocaría crecer en un lugar extraño, difícil, donde a veces se respira y se protesta con la misma urgencia. Con la pandemia, la crisis política peruana siguió agravándose, y Orlando se acostumbró y tal vez hasta se aburrió de oír a sus papás, a lo lejos, viendo las noticias en sus celulares y anunciando «una nueva crisis», y luego escuchó nuevos nombres, Sagasti, Castillo, Boluarte, que quizá imaginó como muñecos de trapo o como títeres que lidiaban entre sí sobre un escenario, siguiendo los antojos de un titiritero.

En julio del próximo año, el hijo de mis amigos cumplirá doce años; para ese momento se habrán sucedido nueve mandatarios en Palacio de Gobierno (si no cae antes el actual, , o más bien Pajerí). Me pregunto qué asociaciones harán los niños peruanos de esa edad al oír la expresión «presidente» o «congresista», con qué criaturas esperpénticas relacionarán esos conceptos y cómo esperar que quieran ocupar esos cargos más adelante si solo están teñidos de sombras.

Menos mal falta un buen trecho todavía antes de que el buen Orlando se convierta en elector, pero no cabe duda de que, el día que le toque ingresar a una cámara de votación, allá por 2032, se encontrará en la cédula un número de candidatos incluso mayor que el que tendremos que afrontar en abril de 2026. Tal vez vea sesenta o setenta postulantes y se ría o se ponga a llorar. El niño —que ya no será niño, sino un joven de dieciocho— no podrá creerlo cuando su padre comente que, en su primera votación, la de 1990, la de Vargas Llosa, había tan solo nueve candidatos disputándose la presidencia.

Cada vez se escucha a más gente decir que quiere irse del Perú debido a la decadencia política y a la inseguridad ciudadana, dos extremos de la misma cuerda. Muchos lo hacen por los hijos que ya tienen y por los hijos que ansían tener, aquellos que nacerán en el extranjero y que tendrán para siempre la nacionalidad trastocada que impone todo exilio.

Si no reaccionamos de verdad en las elecciones venideras, si seguimos dejando el poder en manos de mafias y angurrientos, los niños como Orlando querrán irse cuanto antes, crecer y prosperar lejos, en otro sitio. Y cómo culparlos si ya en sus primeros recuerdos el Perú era un lugar invivible, peligroso, donde la palabra «futuro» iba convirtiéndose, poco a poco, primero en una pregunta, después en un quejido y, finalmente, en un silencio.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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