No podemos callar ante la deformación de la historia y el encanallamiento de la política nacional, porque considerar al dictador Juan Velasco Alvarado como “insigne patriota” –tal como afirma el comandante Ollanta Humala– es una felonía o deslealtad a la Constitución y la democracia.
Velasco Alvarado fue un traidor. El 2 de octubre de 1968, en su condición de comandante general, acudió por la mañana a Palacio de Gobierno y reiteró lealtad al presidente Fernando Belaunde, durante la juramentación del Gabinete presidido por Miguel Mujica Gallo. En la madrugada siguiente, el ‘Chino’ dio el golpe de Estado con sus infames complotadores Rafael Hoyos Rubio, Jorge Fernández-Maldonado, Leonidas Rodríguez Figueroa y Enrique Gallegos Venero.
La nacionalización del petróleo fue una farsa: mientras se hacía un espectacular ingreso con tanques a Talara, en paralelo –mediante el acuerdo De la Flor-Greene– se acordó indemnizar con US$76 millones a la Exxon y exonerarla de su deuda tributaria ante la amenaza de la enmienda Hickenlooper.
La reforma agraria fue también un fracaso total: benefició de manera directa apenas al 27% de la población rural; y muchos campesinos, por la falta de financiamiento, terminaron migrando a Lima para tugurizar los pueblos jóvenes. Así, se destrozó el agro, se convirtió al Perú en importador de alimentos y se causó pérdidas económicas por unos S/.19 mil millones a valor presente.
La reforma educativa fue un intento desastroso de hacer una revolución cultural, que se utilizó para justificar la incautación de los medios de comunicación e instaurar una férrea dictadura en la cual la falta de libertad de expresión implicó persecuciones políticas, deportaciones, censura y amenazas permanentes a quien se opusiera al aventurerismo revolucionario.
Velasco Alvarado destrozó la minería, instauró un populismo socializante burocrático y megalómano, y politizó profundamente a las Fuerzas Armadas, provocando tensiones profundas. Solo la Marina se mantuvo fiel a sus principios y frenó el desbarrancamiento del Perú en un modelo castrista. Y en cuanto a la política exterior, fue una temeridad de marca mayor haber arriesgado una guerra con Chile bajo el azuzamiento de los vendedores de armas soviéticas.
El ocaso del dictador no se dio únicamente por su enfermedad, sino porque sus últimas manipulaciones, como alentar el desenfreno del ‘limazo’ el 5 de febrero de 1975, no dieron resultado. Así, Velasco Alvarado quebró la institucionalidad democrática peruana, sumió en crisis a los partidos políticos, entregó los sindicatos al comunismo y generó todas las condiciones para que los ultraizquierdistas –quienes ya habían sido derrotados en las guerrillas del 65– se prepararan para su explosión terrorista posterior a través de Sendero Luminoso y el MRTA.
No hay, entonces, razón alguna para endiosar a Velasco Alvarado y calificarlo de “insigne patriota”, sino que debería reconocérsele como el insigne felón. De modo que las poses de un inimputable como Ollanta Humala solo lo revelan como lo que es: un aventurero de la política, incapaz como gobernante, resentido social y enemigo intrínseco de la democracia. Da lástima, entre tanto, que personajes con antigua credencial democrática, como Pedro Cateriano, manchen su trayectoria haciendo eco de estas felonías anticonstitucionales.