Guardó perfil bajo casi toda su vida y, sin embargo, Ribeyro es el escritor peruano que mejor sale en las fotos. Sus retratos tienen un encanto peculiar, existencialista pero jovial: el flaco armado con un cigarrillo, deslizándose entre la gente común por fatigadas calles parisinas. En círculos íntimos, el autor de “La palabra del mudo” sabía administrar su imagen; frente a la multitud, en cambio, le resultaba difícil entender el fervor que despertaba. Eran experiencias para las que confesaba no sentirse preparado: que tropas de lectores tuvieran que esperarlo fuera de auditorios rebalsados, ser aclamado como una estrella de rock que se deja ver por una ventana, o que un grupo de escolares visite su casa para regalarle cintas de máquina y animarle con ello a continuar escribiendo.
Justamente, de todos sus retratos, me gustan especialmente aquellos en los que Ribeyro aparece con su trajinada y servicial Olimpia. Es probable que entonces la página estuviera en blanco, que el autor se interpretara a sí mismo, manteniendo la pose de quien introduce el folio en el rodillo, esperando que el fotógrafo lo deje pronto en paz. Vi aquella máquina expuesta en la Casa de la Literatura Peruana, en una exposición biográfica a fines del 2011. Recuerdo que debí reprimir la intención de presionar una tecla de tan preciado objeto para cualquier fetichista literario.
Coincidentemente, ese año, la compañía Godrej and Boyce detuvo la producción de su fábrica en Bombay. Era la última planta en el mundo dedicada a fabricar máquinas de escribir.
Montar en una vitrina uno de estos mecanismos, el año en que el mercado decretaba su extinción, resulta sintomático. Con ello, no solo estaba claro que los procesadores de texto sellaban la suerte de sus ancestros mecánicos luego de 130 años de servicio: también la propia manera de representar al público la literatura y sus escribientes empezaba a volverse obsoleta. Olvidada la máquina, nos despedíamos de la cultura del manuscrito, de la correspondencia en papel, de los dedos manchados de tinta.
Pero quien solo atiende las pérdidas olvida el valor de las transferencias. A Christopher Latham Sholes lo recordamos como el inventor de la máquina de escribir, perdiendo de vista algo más importante: fue él quien diseñó la disposición de las letras en el teclado, esencia que se mantiene en cualquier dispositivo.
A fines de este año recordaremos tres décadas de ausencia de Ribeyro y ya instituciones culturales empiezan a diseñar planes para conmemorar el aniversario luctuoso. Todavía hay tiempo para pensar en el legado de un escritor sin aferrarnos a los anticuados aparatos (tanto físicos como teóricos). No vaya a ser que el público más joven termine por considerar al escritor algo tan irrelevante como el nostálgico sonido de unas teclas.