El psicoanalista Theodor Reik, en un libro que se titula La Necesidad de ser Amado, dice que cuando venimos al mundo somos tan capaces de amar como de leer; es decir, no somos capaces; incapacidad que se corrige con el tiempo, ya que aprendemos a leer y aprendemos también a amar, siempre y cuando nos hayan amado. Reik ejemplifica esto diciendo que el niño que nunca ha sido besado, nunca besará a nadie. El amor necesita ser correspondido; de lo contrario, no se desenvuelve ni fructifica.
La necesidad de amar
La capacidad de amar es una capacidad desigualmente distribuida y cuya magnitud e intensidad varían considerablemente.
El potencial del amor, la virtualidad del amor, puede existir en todos, pero no en todos se dan los factores que permiten que ese potencial se active y desarrolle adecuadamente.
La cuantía de afecto que podamos dar será mayor o menor y en muchos casos nula. La dación de amor dependerá, en consecuencia, de la cuantía amorosa que tengamos, y esta cuantía es indesligable de nuestra personalidad.
En resumen, el amor es una función de la personalidad. La magnitud de nuestro amor reflejará la magnitud de nuestra personalidad.
Amar y diligir
En latín había dos verbos relacionados con el amor: amare, que es el amor adhesivo, y dilígere, que es el amor reflexivo.
El amor a secas es adhesivo, se adhiere al otro, se pega, quiere confundirse con él, unimismarse.
En cambio, el que profesa dilección profesa un amor diligente, esto es, cuidadoso, atento, responsable, un amor reflexivo.
Dicho sea de paso, en la Vulgata latina, que es la traducción latina de la Biblia, obra de San Jerónimo, uno de los Santos Padres de la Iglesia, del siglo quinto; en la Vulgata, el verbo amare se usa solamente 51 veces, pero dilígere y derivados (dilectio, dilectus), 465 veces.
Amor interesado y amor desinteresado
Los antiguos tratadistas distinguían entre el amor de concupiscencia y el amor de benevolencia; es decir, entre el amor interesado y el amor desinteresado.
El amor adhesivo es el amor de concupiscencia, y el amor reflexivo es el amor de benevolencia.
La gente rústica que seguía a Jesús en Galilea sólo podía entender el amor de concupiscencia; pero Jesús predicaba el amor de benevolencia. He ahí el problema, y que sigue vigente, porque nuestro mundo no es benevolente, sino concupiscente. En la moral católica, la concupiscencia es el deseo de bienes terrenos y la apetencia incoercible de placeres.