La rutina en la generación de contenidos en Internet dejó atrás las viejas estructuras de construcción de textos. La hipertextualidad y la multimedialidad –como características del lenguaje digital– cambiaron la arquitectura y los modos de lectura de las informaciones periodísticas, y la inmediatez y la temporalidad (la actualidad noticiosa) avivó la competencia entre medios de comunicación, la que se volvió más cruel y persistente.
Algo importante se perdió, especialmente en el contenido que se difunde en las redes sociales: la exclusividad, uno de los trabajos más valiosos del quehacer periodístico. Los usuarios de X (antes Twitter) vemos cómo cada medio de comunicación anuncia un hecho noticioso con la etiqueta de “exclusivo” e imprimen el sello del logo de la empresa en las imágenes difundidas. Todos tienen los mismos documentos, los mismos datos, los mismos protagonistas; solo queda mirar la hora en que fue publicado o posteado. Quizás con la diferencia de segundos o minutos entre un post y otro nos quede la satisfacción de que fuimos los primeros, que le ganamos a la competencia. Es en esa aglomeración confusa de datos que organizamos nuestra rutina diaria.
El abaratamiento de los costos de producción llevó a la polivalencia y la multitarea (multiuso), y este también afectó la exclusividad noticiosa. Se achicaron las redacciones para que todos hagan de todo y rápido. Si bien el periodista se vio obligado a tener más conocimientos de la tecnología y procedimientos de oficio que se requieren para completar toda la cadena productiva, y ser capaces de hacer muchas cosas a la vez y encajar en el perfil ideal, en la práctica desapareció el respeto al trabajo del otro.
Debemos tener en cuenta que las empresas informativas buscan espacios para construir historias de calidad, originales, importantes y que generen interés y formen parte de la agenda pública. En suma, informaciones propias que establezcan una diferencia para sus lectores y que le permitan ganar más audiencias. Para ello, se forman equipos de trabajo y se invierte más tiempo y dinero en el proceso de producción.
Sin embargo, observamos ahora en las redes sociales que los medios de comunicación, con mucho descaro, osadía y ligereza, se apropian de los reportajes informativos que han producido otras personas, los reciclan, cambian los títulos, los empaquetan en otros formatos multimedia y los presentan como suyos, sin citar las fuentes y la procedencia inicial.
Lo hemos visto recientemente en varios informes realizados por los periodistas Sebastián Ortiz y Víctor Reyes de este Diario sobre la investigación fiscal que daba detalles del papel que tuvieron Betssy Chávez y Aníbal Torres en el golpe de Estado del 7 de diciembre del 2022. Cito la información referida a este último que resaltaba los apuntes sobre el cierre del Congreso encontrados en su casa y que se publicó en la edición impresa (17 de enero del 2024) y en la digital. Sebastián Ortiz trabajó varios días en la verificación de hechos para su posterior redacción y puesta en página.
Ya publicado el reportaje, en pocos minutos otro periodista de una radio, sentado en su escritorio, agobiado por todas las tareas que tiene que hacer a la vez, lo procesa, lo regresa a X, lo sube al sitio web oficial y lo muestra como suyo y con el sello de “exclusivo”. Un círculo vicioso de ida y vuelta que muestra la precarización del trabajo periodístico.
Se elige el camino más fácil: robarle la idea al otro, robarle la historia al otro que observa, contrasta, corrige y reflexiona. Lo más grave es que esta situación se ha normalizado y dejamos poco espacio a la indignación.