El acelerado desgaste político de los mandatarios en los últimos ocho años, de Pedro Pablo Kuczynski a Martín Vizcarra y de Pedro Castillo a Dina Boluarte, revela, al margen de las razones de deterioro de cada uno de ellos, que algo muy grave pasa en el sistema presidencial.
Algo tan grave que debe llevarnos a la urgencia de evitar que el sistema presidencial siga siendo el defectuoso sostén institucional de uno de los poderes claves en el funcionamiento del Estado: el gobierno.
Es tan fuerte el ejercicio personal del poder gubernamental que termina por opacar y debilitar no solo sus propias reglas básicas, sino también las del sistema presidencial en su conjunto.
Gracias a las encuestas que Boluarte pretende descalificar por completo, pueden medirse los grados de desgaste de su gestión, en un nítido reflejo también del desgaste del sistema presidencial que traemos aquí como alerta.
Boluarte podrá no estar en el cargo el 29 de julio del 2026, pero el sistema presidencial permanecerá.
Precisamente, de las encuestas se desprende la incómoda pregunta de qué hacer con un ejercicio presidencial en acelerado desgaste y qué hacer, como correlato, con el sistema presidencial que pasa por lo mismo, pero que históricamente perdura en el tiempo.
Los presidentes, con sus correspondientes desgastes, pasan. El sistema presidencial institucional y constitucional, con sus desgastes acumulados, queda.
¿Qué hacer para poner permanentemente a salvo la institución presidencial de los efectos perturbadores de cada temporal ejercicio del poder presidencial?
El problema de fondo, más allá de Dina Boluarte, es que el sistema presidencial nos ha demostrado que no funciona como garante de gobernabilidad. Este es un problema que nadie con poder y autoridad (Congreso de la República y/o Tribunal Constitucional) parecería estar dispuesto a resolver en el corto o mediano plazo.
Para comenzar, si hoy en día estuvieran legal y constitucionalmente bien definidos los roles de la jefa del Estado (Dina Boluarte) y del jefe de Gobierno (Gustavo Adrianzén), todos sabríamos qué exigir de cada uno de ellos. Como esto no sucede, Boluarte no solo es jefa del Estado y jefa de Gobierno, sino también comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y Policiales, además de ser la encarnación de la nación, pero sin que el sistema presidencial la provea de competencias integradoras eficientes.
Ostenta, en la práctica, más poder que el que tenía un virrey en la Colonia. Si el virrey debía reportar al monarca español de turno, la presidenta peruana no tiene que reportar a nadie más arriba que ella.
Necesitamos una presidencia con más límites y controles en su poder, pero suficientemente fuerte como para encarnar autoridad, eficiencia e integridad. Necesitamos un rediseño legal y constitucional capaz de hacerla más democrática que monárquica, dotándola de instancias de poder claramente irrebatibles, como la jefatura del Estado y la jefatura de Gobierno, con responsabilidades claramente diferenciadas.
Fortalecida en la verticalidad y sobreprotección de sus funciones de mando, la presidencia se debilita en la vulnerabilidad de sus protocolos, en donde termina suscribiendo cualquier cosa y descendiendo a cualquier nivel.